Adiós al mantel de lino

Por Santos Ruíz

La tendencia ha cambiado. Hace apenas cinco años, conseguir una mesa en Ca Sento era misión imposible. Uno debía apuntarse la reserva en la agenda con semanas de antelación.

Hoy, es Mar de Avellanas —un bistró elegante donde se come bien por bastante poco dinero— quien presume de ese privilegio. La diferencia radica en que en Sento esperabas una semana para comerte una cigala de medio metro y en Mar de Avellanas esperas una semana para comerte una tosta con jamón. Y, claro, no es lo mismo. No es lo mismo esperar dos horas a que Greta Garbo se empolve la nariz a que sea Belén Esteban quien salga del tocador. Pero en ese sinsentido andamos. El mismo cliente que hace 6 años exigía mantel de lino, hoy piensa que el camino de papel es funcional y superpráctico. Ese cliente que pedía copa Riedel para el vino, hoy pide cerveza “porque hay que conducir”. Se acabó la gran cocina de autor, pero también la gamba y el jamón Joselito. Es la crisis. Sí.

La gente anda canina. Pero no es sólo eso. También son modas, tendencias como llaman ahora. Antes escuchaba pavonearse a nuevos ricos y profesionales independientes de haber hecho cientos de kilómetros para comer en el restaurante de un chef de moda. Hoy, a los mismos que deambularon por los restaurantes de postín, les oigo criticar con desprecio aquellas facturas “sin sentido” y poner como lo mejor de lo mejor tal o cual gastrobar. Porque hoy lo que triunfa es eso, el gastrobar. Maldito invento. En el gastrobar se reproducen la mayoría de los excesos que vivimos en la década dorada de la gastronomía: la forma por encima del fondo, trampantojos que esconden la ausencia de producto, servicios ostentosos y distantes… El gastrobar es al bar lo que Pescanova al marisco. La autenticidad del negocio familiar frente a la frialdad de la franquicia. El gastrobar arrastra todas las debilidades del restaurante de lujo al tiempo que se carga los mejores valores del bar de toda la vida: la informalidad, la identidad, el mercado por bandera… No es extraño que los mismos que en su día lideraron el concepto hoy intenten quitar el gastro de las tarjetas para quedarse con el bar a secas. Es la crisis, sí, pero hay otras formas de torearla. La crisis nos ha de obligar a bajar la factura. Ni clientes ni hosteleros podemos vivir de espaldas a esta realidad. Pero no así. Debemos despojar el restaurante de lo innecesario, pero mantener vivos los valores que construyen la gran gastronomía: el producto, la creatividad, la personalidad, la honestidad, la autenticidad… Sacrificar las formas para mantener el fondo.