En la cocina actual hemos ganado toda una serie de valores que sin duda nos han ido enriqueciendo pero que, al mismo tiempo, han supuesto una cierta pérdida de identidad en algunos casos. Desde que en los primeros 70 la Nouvelle Cuisine vuelve su mirada hacia Oriente, y en especial hacia Japón, las cocinas occidentales han acogido influencias, técnicas y productos que, sin duda, han supuesto un valor positivo. En España se ha tardado un poco más, pero sobre todo a partir de finales de la década de los 80 estas influencias viajeras empiezan a penetrar, al principio tímidamente, llegando desde Japón primero para pasar luego por China, Tailandia, México, Perú, Vietnam, Brasil o Escandinavia.
Todo esto ha llevado a que la oferta hoy sea más rica, a que se haya mestizado y a que la paleta de la que podemos disponer sea mucho más interesante. Pero al mismo tiempo ha supuesto, en muchos casos debido a las modas, un cierto empobrecimiento, una homogeneización: la aparición de un tipo de cocinas viajeras –llamémosles así- que en ocasiones se han dejado llevar hasta una especie de no-lugar gastronómico en el que ceviches, tiraditos, tatakis, causas, moles, tortillas, tacos y gyozas se dan la mano con las croquetas de la abuela difuminando lo local sin que uno acabe de entender muy bien la línea conductora. Hemos ganado en diversidad, pero también en confusión. Y en no pocos casos también en pérdida de identidad.
Afortunadamente Casa Marcial representa exactamente lo contrario. No se trata de que sea un restaurante cerrado al mundo, al contrario. Aquí se desarrolla una cocina contemporánea, radical en su planteamiento pero absolutamente enraizada en su planteamiento al mismo tiempo. Una cocina que parece haber sabido hacer suya aquella máxima según la cual hay que pensar localmente y actuar globalmente.
Porque eso es lo que se consigue en esta casa: elevar lo local a categoría gastronómica universal, ejercer la modernidad sin renunciar a las raíces. Suena sencillo. Uno diría que ese podría ser el objetivo de muchas cocinas. Pero la verdad es que a veces, entre aguachiles, kimchis, teriyakis y baos, empieza uno a dudar de que este planteamiento siga vigente. Y no lo digo desde un planteamiento de autarquía reaccionaria. Bienvenido sea cualquier aporte que nos enriquezca, que ofrezca más opciones, más sabores, más técnicas; que nos permita explorar otras culturas para conocer mejor la nuestra. Ahí están el taco de ciervo y castaña de Trivio, el de morro, encurtido y anchoas de La Tasquería o, por mencionar tan solo dos ejemplos que creo que tienen sentido.
Sin embargo, de la mano de Nacho Manzano (o de Esther, su hermana, al frente habitualmente de La Salgar, en Gijón, pero también presente en la casa madre y militante en los mismos planteamientos) se da uno cuenta de que esa, la de la cocina viajera, es simplemente una opción más. Una opción a la que se puede renunciar, que puede estar presente, tal vez, simplemente en pequeñas pinceladas que perfilen el planteamiento general de los platos sin hacerles perder carácter. Es algo que no siempre pasa, pero que aquí se consigue.
La ubicación del restaurante ayuda, es lógico. No sólo el lugar geográfico sino también el lugar sentimental. Hablamos de la montaña asturiana, pero hablamos también de la casa familiar, del cruce de caminos, del lugar de encuentro que lleva allí varias generaciones. Podría haber sido de otra manera, pero de la mano de Nacho aquí todo esto se ha dado la mano y ha dado un salto hacia el futuro.
Y ha conseguido hacerlo sin renunciar al lugar del que viene. De ese modo hay aquí croquetas –esas croquetas-, fabadas, arroces con pitu. Pero hay más, hay un enfoque culinario sobre Asturias completamente diferente. Hay lapas sobre las rocas, hay gochu astur-celta, hay berzas, tortos, salmonetes, hay escanda, salmón y aromas a leche quemada o a avellanas en platos absolutamente nuevos que indican por dónde discurre la cocina actual asturiana.
Coliflor con almendra y caviar; cococha crujiente con kimchi y cebolleta; setas enoki con calamar, velo de leche y tinta de tierra; crestas de salmón y de gallo; anguila con escanda y capuchina; gochu astur-celta asado con berza fermentada y gnocchi de maíz. No hay renuncias. Técnicas y productos llegados de Corea, de Italia o de Japón se integran con naturalidad, pasan a formar parte de un todo. No son un recurso –ya gastado- efectista sino un elemento que redondea, que acaba de dar forma, que matiza una despensa local, una mentalidad culinaria absolutamente abierta capaz de mirar al futuro de frente, sin atajos, sin disfraces de modernidad innecesarios, y de hacerlo de frente, con orgullo de su raíz, de su lugar en el mundo, demostrando hacia dónde se puede dirigir ese bagaje cuando se mantienen los pies en la tierra.
Casa Marcial es cocina contemporánea y es cocina asturiana al mismo tiempo, es la capacidad de integrar recursos y personal llegados de aquí y de allá en un proyecto con cimientos bien hundidos en la tierra. Juan Luís García, el sumiller, es murciano; Matteo Pierazoli, el jefe de cocina, es boloñés. Fundamentalismos, aquí, hay los justos. Porque la raíz es un estado mental y en esta casa en La Salgar lo saben. Porque un proyecto puede integrar, acoger y asumir sin perder su esencia. Nadie dice que sea fácil y por eso este restaurante es una rareza gastronómica en un terreno en el que tantos se pasan de frenada, un lugar al que ir para entender qué es eso del sentido del lugar en la cocina contemporánea.
JORGE GUITIÁN