Ciudadanos del mundo

Ciudadanos-del-mundoVivimos tiempos oscuros, vergonzantes, en los que queremos ser ciudadanos del mundo pero no nos atrevemos. Vivimos tiempos cobardes e hiperconectados en los que disfrutamos online de series de televisión danesas a las pocas horas de su estreno y al mismo tiempo tendemos a desconfiar si vemos un turbante por la calle. Vivimos tiempos peligrosos, en los que uno de los mayores riesgos es el de creernos cosmopolitas desde la seguridad de nuestras calles, blancas, occidentales, familiares en las que de vez en cuando jugamos a fascinarnos con algo que llega del otro lado. Nos fascina ese otro lado, pero levantamos muros. A veces físicos, evidentes (no hace falta irse a la América de Trump para encontrarlos), aunque en la mayoría de las ocasiones los levantamos, más altos e infranqueables, en nuestra cabeza.

Nos gustan las cocinas del mundo. Pero sobre todo nos gustan las que nos han dicho que nos tienen que gustar, las que nos han traído aquí, a la puerta de casa, muchas veces occidentalizadas, adaptadas a nuestro gusto rutinario –tal vez para no ofendernos, quizás para que no tengamos que esforzarnos demasiado- y a lo que consideramos bueno. Nos gusta la cocina japonesa, la que Testuya Wakuda o Nobu trajeron a Occidente, la que la Nouvelle Cuisine descubrió en su momento y occidentalizó a su gusto, esa a la que Ferrán Adrià le dio carta de naturaleza definitiva. Pero nos gustan esos tópicos que nos han vendido y no nos vamos mucho más allá: pocos te hablarán de las especialidades de carne o de los platos de verdura de la cocina japonesa porque aquí no han llegado, no nos los han presentado en bandeja, no han montado un restaurante, probablemente un tanto occidentalizado, en nuestro barrio.

Dim-sum-en-Madrid

Dim sum en Madrid

Nos fascina Asia. Pero el Asia que tiene el sello de aprobado. Japón, como decía, China, porque tiene también la aprobación de Adrià o, entre los angloparlantes, de Fuchsia Dunlop. Nos gusta Vietnam, por la influencia del cine estadounidense, por el regusto a la Indochina Francesa. Y nos gusta Tailandia. Pero como no nos han hablado tanto de Laos, de Camboya, de Nepal y de Filipinas, esas cocinas, igual de alejadas, igual de exóticas, no nos dicen nada. A Corea todavía la miramos de refilón, a pesar de los esfuerzos de David Chang y algún otro. Y nos gustan sus comidas callejeras. Pero desde la seguridad de nuestros proveedores y nuestra legislación sanitaria, ajustando el punto de picante y, si es posible, con algún que otro guiño castizo, que tampoco queremos exagerar: da igual que sea el dim sum de Spanish Toltilla de Diverxo o el nigiri de huevo frito con paté de trufa de Kabuki. De allí, sí, pero traído aquí, con nuestro sello. Como si nos diera miedo aceptarlo tal como es. Aceptamos la diversidad siempre que se pliegue un poco a nosotros, siempre que se nos presente gentrificada, seleccionada, adaptada a lo que esperamos de ella. No tengo muy claro que eso sea aceptar nada.

Ensalada-china-en-Sevilla

Ensalada china en Sevilla

Nuestras ciudades, las de cualquier país occidental, están llenas de fantásticos restaurantes auténticos en los que se cocinan los platos de diferentes tradiciones culinarias del mundo. No los vemos, normalmente, pero están ahí. Platos y productos de Perú, de Ecuador, de Vietnam, de Corea, de Pakistan o de Siria auténticos, sin filtros, sin adulterar. Panaderías con especialidades brasileñas o uruguayas, colmados con productos bolivianos… Son tiendas y restaurantes que suelen frecuentar las comunidades de los respectivos países que están asentadas entre nosotros mientras, por nuestra parte, tendemos a obviarlos y a buscar el peruano de moda (o mejor aún, el restaurante de medio pelo que prepara un ceviche tocando de oídas), el japonés que pertenece a una cadena internacional (es decir, con restaurantes en Londres o en Nueva York, que con eso de internacional tampoco somos muy de exagerar) o el sitio de cocina árabe, sea eso lo que sea, que lo mismo te propone un plato marroquí que uno libanés o uno egipcio, bajando la dosis de especias y de aromas, por supuesto.

Tamal

Tamal

Algunas de mis mejores comidas en Madrid o en Barcelona las ha hecho en restaurantes de esos que tantas veces son invisibles. En mis últimas estancias madrileñas he disfrutado de una buena taquería, de un muy buen restaurante chifa, de un hotpot chino, de otro local especializado en dim-sum y de un coreano más que digno. En Barcelona suelen ser un par de vietnamitas. En Sevilla frecuento un pequeño bar venezolano, otro ecuatoriano y un restaurante chino auténtico, como en Bilbao, que valen el esfuerzo de irse a barrios sin demasiado encanto, tengo un portorriqueño en la lista para mi próxima visita. En Lisboa son los restaurantes de cocina de Goa y algunos chinos los que no pueden faltar, aunque tengo apuntados para mi próxima visita los de Cabo Verde y los nepalíes. Y recuerdo con nostalgia el armenio que hubo en Santiago durante mis años de estudiante o aquel senegalés de A Coruña, por no hablar del espectacular mercado africano del parisino Distrito XVIII. Si me pierdo, buscadme en esos lugares.

Empanadas-latinas

Empanadas latinas

Estamos destinados (iba a decir que estamos condenados, pero no lo considero en absoluto una condena) a encontrarnos, a dejar de mirarnos a través de esa barrera de seguridad que hemos impuesto, que baja picantes y especias, nos mantiene dentro de nuestra zona de confort y nos permite sentirnos aventureros por un rato sin salir de la seguridad de lo que nos resulta familiar.

Nosotros, los habitantes de la Península Ibérica, conquistados, repoblados y mezclados desde hace milenios con romanos, cartagineses, visigodos, suevos, musulmanes diversos, judíos llegados de la diáspora, nosotros que nos mestizamos luego en América, en Asia y en África, que emigramos a Venezuela, a Cuba o a Argentina, después a Suiza o a Alemania seguimos mirando con miedo a los de fuera, queremos tocar pero no mancharnos, queremos probar pero no salir de nuestros sabores de siempre.

Mantenernos dentro de ese caparazón es, en términos gastronómicos, una muestra de pobreza cultural. Tenemos que decidirnos, que zambullirnos y curiosear, sentir por un momento que somos nosotros los que estamos un poco fuera de sitio. Tenemos el privilegio de contar en nuestras ciudades con excelentes restaurantes auténticos, tal vez no tan deslumbrantes como otros, al alcance de nuestra mano. Y lo mejor de todo es que todo eso no es ya algo extraño en nuestras ciudades sino parte de ellas, algo que las enriquece y las hace mucho más interesantes. Tal vez la gastronomía sea un buen punto de partida para comenzar a darse cuenta.

JORGE GUITIÁN