Cocinas híbridas

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Caballa de Cañabota

Poco a poco vamos superando la crisis y, con ella, vamos dejando atrás algunos formatos gastronómicos no demasiado afortunados que eclosionaron en estos años. Los gastrobares, esos hijos bastardos de los gastropubs británicos que aquí degeneraron –con honrosas excepciones– en cartas aparentemente modernas y cosmopolitas, en mucha quinta gama y en una selección sin más criterio que impresionar (pero sin pasarnos) al cliente de diario por un precio asequible; una fusión de lo castizo, de lo asiático, de cocinas viajeras y de técnicas vagamente bullinianas que rara vez llegó a dar resultados interesantes.

Pero algo de bueno tuvo ese fenómeno: aparte de algunos ejemplos que se salían de la norma y ofrecían una propuesta con alma y sentido común, el formato nos acostumbró a que podía haber cosas interesantes más allá de lo excepcional. La alta cocina sigue siendo alta cocina, algo que no es para diario y que por sus características está destinado a resultar costoso, pero en estos años descubrimos que eran posibles otros formatos, propuestas híbridas que tomasen la creatividad y la ambición de la alta restauración y la trasladasen a formatos posibilistas, a proyectos asumibles para el cocinero pero también para el cliente. Y así, de esa época de excesos de gastrobares pasamos a una nueva fase en la que poco a poco vamos encontrando proyectos con una personalidad propia. Ya no estamos ante el gastrobar patrio al uso –si acaso nos encontramos un poco más cerca del gastropub original, en el que en la atmósfera de un pub se proponía una cocina más interesante a precios, al menos en origen, contenidos– sino ante iniciativas personales, únicas, que trasladan modos de la alta cocina al día a día.

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Abastos 2.0

Quizás los antecesores de esta corriente fueran, hace ya algunos años, A Fuego Negro (San Sebastián) y Abastos 2.0 (Santiago de Compostela); tal vez algunos de los bautizados como bistronómicos barceloneses aportasen también mimbres para tejer lo que hoy está pasando. Hablo de Gresca, de la barra de Coure y de algunos otros. El hecho es que, partiendo de esa base, desde hace un par de años vemos nacer proyectos que no se parecen a nada anterior, que cogen lo que les interesa de aquí y de allá, que asumen esa informalidad del gastrobar, le suman la ambición de una cocina más seria y le añaden la personalidad propia del cocinero que está detrás. Es el caso, por ejemplo, de La Tasquería (Madrid). No es una tasca, aunque las reivindique, tampoco es una de esas freidurías especializadas en casquería tan castizas. Es algo de eso y mucho más, algo difícil de definir pero claramente contemporáneo y basado, sobre todo, en ofrecer una cocina propia y con mucho fondo en una gama de precios razonable.

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Ostra a la brasa con mantequilla de Cañabota

Cañabota, en Sevilla, es un excelente ejemplo. Pescadería, parrilla, barra de influencia oriental, servicio cercano pero muy profesional, con el punto justo de informalidad pero bajo la batuta de Juanlu Fernández, capaz de tenerlo controlado todo siempre con una sonrisa. Cocina andaluza, marinera, de brasa y de barra, de barrio y de diario pero con un punto más. Gran producto, buena propuesta de vinos, precios que sin ser los del bar de la esquina tampoco están en la gama de un gastronómico ¿Cómo se llama esto? No lo sé, pero me gusta.

Naguar, en Oviedo, el equilibrio justo entre cocina de primer nivel y la informalidad de un sitio en el que ir a tomar algo sin salir del barrio, sin corsés y sin excepcionalidades. La cocina de Pedro Martino, uno de los grandes cocineros asturianos contemporáneos, en un formato cercano, simpático, que no deja de lado toda su carga pero que permite al cliente decidir hasta dónde quiere jugar: barra, mesa, simplemente picar algo o alargar la experiencia poniéndose en manos de Martino. Antes no había muchas cosas parecidas a esto. Hoy, sin embargo, nos cuesta imaginarnos sin ellas.

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Vieira con grasa de jamón de Barrabasada

Barrabasada, en Vigo. La necesidad hecha virtud. Apenas 14 metros cuadrados encierran la barra, la zona de cocina, la pica, el almacén y todo lo que haga falta. 2 cocineros llegados de la esfera de los restaurantes estrellados, 7 taburetes, lo que llega de la lonja. Sin efectismos, sin lugar en el que esconderse. La distancia entre cliente y cocinero es de apenas un par de palmos. Lo que hay es lo que ves.

¿Existe una etiqueta para todo esto? No lo sé. No lo creo, son proyectos suficientemente diferentes entre si como para que cualquier nombre se les quede pequeño. Lo que vale para unos no valdrá para otros porque lo único que tienen en común es una base sólida de cocina acumulada en experiencias anteriores y una voluntad de llevar a cabo una propuesta gastronómicamente democrática, abierta a todos los públicos. Todo lo demás es distinto: el ticket medio, la fórmula por la que se ha optado en cada caso concreto, las edades de los cocineros que están detrás.

No me parece fácil ponerle un nombre a algo que, a pesar de las diferencias, me parece que responde a una corriente en común. No sé cómo llamarlo, pero está ahí. De algún modo es un formato hijo de la crisis pero ha conseguido sacar lo mejor de los cocineros que están detrás, de un grupo de profesionales que no se han limitado a replicar fórmulas sino que han ido más allá y, de alguna manera, están ayudando a diseñar el futuro de la gastronomía sin miedo y sin complejos. JORGE GUITIÁN