Comer bien, comer todos

Comer bien, comer todos

¿Los recursos del planeta no son suficientes para darle de comer a a toda la humanidad —y eso acaba justificando ciertas prácticas más o menos “antiecológicas”— o, por el contrario, hay alimentos para todos, pero están mal distribuidos? El caso es que, con los alimentos que tiramos a la basura —desde los supermercados, los restaurantes o los domicilios particulares— se podría acabar con el hambre en el mundo.

Ser gourmet y progre. ¡Qué contradicción! La gastronomía es un invento de aristócratas que hicieron suyo los burgueses y del que se apropiaron más tarde los nuevos ricos. Comer bien ha sido siempre un lujo reservado a los que podían permitírselo. Sólo a partir de los años ochenta se democratiza la gastronomía, entre la izquierda ilustrada primero y entre la clase media después. Durante varias décadas de bonanza económica, los prejuicios progresistas sobre “la buena vida” se relajaron. Pero ahora es más pertinente que nunca una reflexión moral en torno a la alimentación, aunque sólo sea porque el pago de la hipoteca les deja a muchos lo justo para ir al supermercado o porque —cosa inusual a lo largo de la historia— emerge una generación cuyos miembros vivirán peor que sus padres.

Los movimientos ecoalternativos señalan un posible punto de encuentro entre la afición a la buena mesa y los principios progresistas. Es posible argumentar que el concepto de “calidad” aplicado a los alimentos está íntimamente relacionado con su carácter artesano y natural —con la renuncia al uso de productos químicos en su cultivo y, por supuesto, a la ingeniería genética—, con la reivindicación de su idoneidad cultural —la estacionalidad, la proximidad, la tradición— y hasta con una remuneración justa para el agricultor, el pastor o el pescador. Pero la contradicción de fondo, considerando el asunto desde una ineludible perspectiva global, sigue intacta.

Comer bien, comer todosLas empresas agroalimentarias alternativas, desde presupuestos inapelablemente izquierdistas, elaboran productos de derechas, al menos en un sentido: la clase obrera no compra tomates a 8 euros el kilo ni botellas de vino a 15. La contradicción es comparable a la de las políticas turístico-urbanísticas de los ayuntamientos de izquierda, cuando los había, que abominaban del turismo masivo y apostaban por el “de calidad”: por el ocio de los ricos, no por el derecho de los trabajadores y los pensionistas a las vacaciones. Al final, la cuestión fundamental radica en si es posible producir alimentos aplicando las técnicas de toda la vida y una de las posibles respuestas es que, toda la vida, la gente se ha muerto de hambre. El objetivo del gourmet —comer bien— no es ético si no encuentra la manera de supeditarse a otro moralmente superior: comer todos.

La controversia sobre la escasez de alimentos estaba atascada en este punto: ¿El planeta no da abasto para alimentar a toda la humanidad o, por el contrario, hay comida para todos, pero está mal repartida? La primera posibilidad horroriza a los defensores del medio ambiente porque acaba justificando los fertilizantes, los transgénicos y otras prácticas antiecológicas bajo el pretexto de incrementar la producción de alimentos para que alcancen a todo el mundo. La alternativa consiste en combatir el despilfarro, ya que, con la comida que tiramos a la basura —los mercados y los supermercados, los restaurantes y las colectividades, pero también cada uno en su casa— se podría acabar con el hambre en el mundo. Además, se aliviarían otros problemas medioambientales, como la desertificación: si se produjera menos alimentos, el suelo destinado a cultivar los que sobran se liberaría del uso agrícola y recuperaría su primigenio estado salvaje.

DespilfarroEl británico Tristram Stuart lidera esa reivindicación con su libro ‘Despilfarro’, publicado en 2009 y traducido al español a finales de 2011. El Parlamento Europeo se hizo eco de ella y aprobó en enero de 2012 un informe en el que pide medidas para reducir el despilfarro de alimentos a la mitad antes de 2025. Ojalá haya ideas más brillantes que algunas de las pintorescas propuestas de Stuart: prohibir que se deposite comida en los vertederos, pedirles a los clientes o usuarios de buffets que elijan un par de días antes lo que van a comer —para no tener que preparar de todo en exceso— o, en los restaurantes, cobrarles un suplemento a quienes se dejen comida en el plato.

LLUÍS RUIZ SOLER