De la inopia a la «gintonicmanía»

Gintonic Abastos 2.0La moda del gintónic abre las puertas a un montón de opciones y de desatinos, incluyendo unos precios desorbitados. Desde el glamuroso “tea tonic” de ginebra infusionada hasta un pusilánime combinado con algas y plancton. Desde empalagosos destilados con tufo a geranio hasta sutiles ginebras nacidas para combinar. Encanto y palabrería en la moda del gintónic.

Venía de visita la tía Carmen, todo glamour, y mamá le preguntó si preparaba algo de merienda. “No, hija, yo, con que me prepares un gintónic…” ¿Gintónic? ¡Gintónic! “¿Tenemos gintónic?”, dijo mamá enfrentándose a la inmensidad de sus dudas. “Pues debe haber gin por ahí”, le respondimos, “pero el ‘tónic’ habrá que comprarlo”. Era cuando el tabaco no perjudicaba la salud tanto como el aceite de oliva, no se necesitaba casco para pilotar una Bultaco Lobito y faltaban años para los primeros controles de alcoholemia, con tirón de orejas a partir de 0,8 mg/l. Así que, pronto, pedimos nuestra primera copa en un pub. En plena moda del vodka con limón, optamos por el gintónic y pocas veces hemos tomado otro “long drink”. A algún “barman” había que contarle qué era aquello y, ante lo novedoso del invento, lo servían en vaso de tubo, como el JB que empezaba a reemplazar al DYC y a diferencia del cubalibre u otros combinados, que se presentaban en vaso de duralex alto.

Ha llovido desde entonces, incluyendo las cuatro gotas que cayeron la otra noche en la terraza más pretenciosa de Alicante e hicieron que nos apremiaran a marcharnos, inmediatamente después de soplarnos 8 eurazos por un gintónic de pacotilla. Han pasado unos cuantos lustros entre la inopia y la gintonicmanía. Colman Andrews, el del reportaje de Departure que todos citan y algunos han leído, les contaba a los americanos que lo del gintónic en España es una cosa por demás, obviando los ridículos dogmas del entendido de turno y destacando la liturgia casi épica de Juanlu Ortiz al servirlo en el Miguel Juan de Dénia.

El tiempo y el mercado habrán de poner orden en esta bacanal de propuestas y de palabrería. Se ha demonizado la rodaja de limón frente al twist de piel retorcida, se ha abominado del vaso de tubo en favor de la copa de balón, se le ha incorporado todo tipo de especies y de especias al combinado, hay restaurantes que tienen más ginebras que vinos —y casi tantas tónicas— en medio de una desconcertante proliferación de marcas. Por cuenta de la moda, hay un montón de opciones y de desatinos, incluyendo unos precios desorbitados. Hay elegantes destilados con sugerentes propuestas de aromatización al gusto y ginebras “premium” que empalagan con efluvios de los cinco continentes a los que los “bartenders” creativos les añaden una auténtica macedonia de flores, frutos, raíces, tallos, brotes y hortalizas. Hay quienes exaltan lo nuevo por ser nuevo y disertan insoportablemente sobre ello, mientras otros siguen fieles a una bebida que refresca y ayuda a procesar un menú degustación. Seguramente, como han hecho con la cocina, prueban lo último para no perderse nada imprescindible y vuelven antes o después a los valores seguros: una buena ginebra de las de siempre, tónica de la de toda la vida, hielo, limón, buen rollo.