Por Pepe Barrena, colaborador de Gastrostrum Magazine
Empezaron los críticos, que eran los que mandaban, hará unas tres décadas. Henry Gault y Christian Millau sentaron cátedra con sus proféticos “diez mandamientos” sobre la cocina moderna. Por recordar algunas de aquellas predicciones hoy tan respetadas, basta decir que propugnaban la renuncia a las complicaciones inútiles y la búsqueda de la estética de la simplicidad, la reducción de las cocciones para apreciar mejor texturas y sabores, el trabajo con productos de temporada practicando una verdadera cocina de mercado, disminuir el contenido de las cartas, exaltar los géneros con infusiones y caldos limpios y no con salsas encubridoras, retornar a las raíces respetando los gustos locales, aprovechar las ventajas de la técnica, olvidarse de la monotonía y fomentar la creatividad ponderada. ¡Qué claridad, qué visión de futuro tenían los caballeros!
El caso es que ahora las tablas de la ley gastronómica de vanguardia, como no podía ser de otra forma, llevan la firma de un cocinero, que es quien domina el panorama y a quién adora la plebe y los media. Como supongo sabrán, el genial Ferrán Adriá dictó no hace mucho sus vaticinios. No es un decálogo sino 23 reflexiones que concentran “la filosofía de El Bulli”, su famoso restaurante. El primero de estos augurios no tiene desperdicio: “La cocina es un lenguaje con el que se puede expresar armonía, creatividad, felicidad, belleza, poesía, complejidad, magia, humor, provocación”. ¿Quién puede poner en duda esta afirmación? Nadie, supongo. El resto del manifiesto “adriático”, en el que no me extiendo por falta de espacio, es una amalgama de certezas –mayoritariamente- y controversias –eso de borrar las barreras entre lo dulce y lo salado sí que es provocador…-. Total, que la crítica y los cocineros ya han sentado sus reales. Pero ¿qué pasa con el cliente?
Que uno sepa no hay circo culinario, ni restaurante, ni libro, ni programa, ni merchandising, ni nada de nada si no hay un pagano que pague la entrada al show. Dicho lo cual y sin ánimos de pasar a la historia ahí van los deseos, más que predicciones, de este confidente. Es nuestro manifiesto:
• Preferimos chefs presentes que cocineros volantes, esos que se pasan más tiempo en los aviones que entre cacerolas. A todos nos gusta ver a la estrella o, si viene al caso, compartir una breve charla con él.
• Deseamos que la amabilidad de todos los integrantes de un restaurante sea una característica primordial del establecimiento. Ello implica que, si nuestro comportamiento es el correcto, a todos nos traten por igual.
• Repudiamos la larga espera entre plato y plato, hecho que destroza el ánimo y cabrea al estómago.
• No comulgamos con la insistencia de combinar un menú-degustación de ocho o diez pases con otros tantos vinos pues el cuerpo se vuelve loco…y la memoria olvida.
• Tampoco nos convence la monotonía de un festín donde el agridulce sea omnipresente. Para eso ya tenemos los chinos.
• Nos decantamos por las vajillas racionales, no esas en las que hay que salir de pesca o hacer equilibrios para agarrar una aceituna.
• Amamos la naturalidad de los ingredientes, desde los más encopetados a los más humildes, por lo que repudiamos lo industrial aunque suene a cosmopolitismo.
• Nos gustaría que los cocineros fueran más listos e imaginativos, no repitiendo técnicas o productos en un mismo menú.
• Queremos que las cartas recuperen su atractivo, como los añorados Long Plays musicales, y sean la antesala de la euforia con su diseño, lenguaje embaucador, etc…
• Queremos también que el servicio sepa lo que vende y no tenga cada dos por tres que ir a preguntar a la cocina.
• No nos gusta que se estén cargando todo el acervo culinario con las dichosas deconstrucciones. Hay cosas que mejor ni tocarlas pues son imposibles de superar. “No lo toques, que es la rosa…”
• Que se practique lo que se predica, fundamentalmente en lo que respecta a la raigambre culinaria regional.
• Estamos aburridos de tanto local de diseño mal iluminado, donde ver lo que se come es una odisea.
• Y por último, y dejando muchas cosas en el teclado, que no nos engañen las guías especializadas y las crónicas puntuales con lo del precio. Por 30 euros sólo podemos tomar una ronda en la tasca de la esquina.
Nosotros, los clientes, también tenemos nuestra poesía. Que el aire sea una brisa en el paisaje adecuado, que la espuma sea la de un baño relajante, que los maridajes sean historias de amor eternas, que al salir de un restaurante siempre queramos volver.