En busca de la coliflor perdida

A fin de cuentas, la manzana de Eva o la magdalena de Proust no son sino metáforas de las filias y las fobias que integran nuestra identidad

Por Lluís Ruiz Soler

“Cargan con nuestros dioses y nuestro idioma”, se compadecía Serrat en una canción que hablaba de los hijos. Y con nuestra cocina, claro. En suma, cargan con la identidad de la tribu, que se sostiene, en todos los casos, fundamentalmente, sobre esos tres pilares: la comida, la lengua, la religión. Como diría Mafalda, comienzan aceptando que dos y dos son cuatro, y ya no pueden echarse atrás. “Les vamos transmitiendo nuestras frustraciones”, continuaba la canción, pero, en realidad, las frustraciones son personales e intransferibles. Sin saber exactamente qué significa, los niños aprenden a decir “no me gusta”, frase absurda cuyo poder corrosivo no puede neutralizarse con la lógica: inútil replicar aquello de “pero cómo sabes que no te gusta si no lo has probado nunca”. Lo del “no me gusta” no es sino la imagen de las filias y las fobias alimentarias de la madre que el niño le devuelve como un espejo.

Con rigor y liberalidad, la abuela Amparo quiso ordenar el caos ingobernable del “no me gusta” en las comidas de una familia dos veces numerosa, en parámetros de hoy, y un buen día decidió reconocerles a sus seis hijos el derecho de asignarse un “no me gusta” cada uno. Pero uno sólo. Ese se le respetaría para siempre, pero no se le iba a consentir ninguno más. A Pedro, uno de los pequeños, que algunos años más tarde nos transmitiría entre otros el gen de la voracidad, el trato le suponía un dilema de cuya resolución precipitada iba a arrepentirse durante bastante tiempo. ¡Pero si a él le gustaba todo! De cualquier modo, no iba a renunciar a un derecho que se le reconocía y que, al parecer, debería considerar como una auténtica conquista. Dio un rápido repaso mental a la despensa y dijo: “A mí no me gusta la coliflor”. Muy bien, Pedro. A partir de hoy, no se te pondrá coliflor. Luego, maldijo aquel momento cada vez que hubo coliflor en la mesa. Por culpa de aquel desliz, ya nunca podría comer de aquello. Se le hacía la boca agua cuando aquel olor penetrante inundaba la casa y se le iban los ojos detrás de los platos de sus hermanos, pero se mantuvo fiel a su decisión. Cuando dejó el domicilio paterno, se puso de coliflor hasta las cejas y, ya en su casa, sus hijos comimos coliflor sin límites.

Probablemente, si nos permitieran un descarte, un “no me gusta”, acusaríamos tales excesos y optaríamos por la coliflor. Pero, por fortuna, iba a prevalecer el derecho inalienable de cualquier criatura a cargar con los dioses, el idioma y la comida de sus ancestros.

 

Ensaladilla sin hidratos (o muy pocos)

1 coliflor
4 huevos
400 ml de mayonesa
350 g de atún en aceite
200 g de variantes (pepinillos, zanahoria, alcaparras)
150 g de aceitunas verdes sin hueso
Sal

Cocer la coliflor en abundante agua con sal, a fuego vivo y con la olla destapada. Cocer los huevos y picarlos finamente. Desmigar el atún. Picar finamente los variantes y las aceitunas. Chafar la coliflor con un tenedor y mezclar todos los ingredientes. Comprobar el punto de sal. Servir bien fría.