Foodies y gourmets

Por Lluís Ruiz Soler

Frente al gourmet dogmático, el camarero con 21 botones o el vino de aromas pedantes, ha surgido el “foodie”, un tanto esnob y superficial, con una querencia hacia lo ameno y lo novedoso que es también la de la alta cocina de vanguardia.

En el principio, dijo Juli Soler: que sea divertido. Cuando el director de El Bulli tomó las riendas del restaurante, les pidió a sus dos jovencísimos jefes de cocina —Kristian Lutaud y Ferran Adrià—, que hicieran algo, no fastuoso y mayestático, sino divertido. Con ello estaba lanzando una potente carga de profundidad sobre la alta cocina que iba a provocar un big bang cuya onda expansiva sigue generando planetas y constelaciones en el universo gastronómico. Hasta entonces —desde que la inventaron Brillat Savarin, Antonin Carême y Grimod de la Reynière e incluso después de que Bocuse, Troisgros y Guérard le dieran la última vuelta de tuerca—, la gastronomía tenía que ser elegante, refinada, culta, pomposa, exclusiva, sofisticada, glamurosa, civilizada, exquisita, primorosa, noble, espectacular, perfeccionista… Quizá podía ser también gozosa, placentera y hedonista e incluso, con la Nouvelle Cuisine, hasta interesante y creativa. Pero, lo que se dice divertida, no.

Ya en solitario, Adrià se aplicó concienzudamente, durante las largas horas sin clientes en Cala Montjoi, a incorporar conceptos hasta entonces inéditos en la alta cocina: la ironía, la provocación, la osadía o el trampantojo, palabro que en maldita la hora utilizó algún ilustre creador de tópicos y que desde entonces retwitean incansablemente los solistas del orfeón gastronómico. Ferran Adrià se ha aburrido finalmente de tanta diversión, pero la onda del big bang provocado por Juli Soler sigue en expansión. Y no sólo porque Andoni Luis Aduriz, Quique Dacosta o los hermanos Roca sigan siendo adrianistas después del adrianismo, sino porque la gastronomía toda, la cocina de cualquier tipo y la restauración en sus distintos niveles han asumido que ser divertido es algo prioritario.

Tanto la cocina vanguardista que aspire a seguir siéndolo como cualquier propuesta novedosa que pretenda tener un recorrido más o menos exitoso necesitan inventar cosas divertidas —como siguen haciéndolo en Mugaritz, en el antiguo El Poblet o en el Celler de can Roca— o (re)descubrir opciones decididamente lúdicas que, de una forma u otra, estaban ya en la restauración de siempre: la tapa y la barra, la mesa común o la oculta, el ‘fast food’ o el ‘new market’, la tienda donde se come o el comedero donde se compra. Son ondas del mismo big bang que ha dado lugar a una forma de comer sorprendente, amena, desenfadada, ingeniosa, ocurrente, nueva y, sobre todo, divertida.

Todo ello configura una nueva galaxia en el universo gastronómico. Junto a la constelación gourmet, ha nacido la ‘foodie’. Son estrellas del mismo cosmos, que no tienen por qué colisionar, pero sí presentan frecuentemente características contrapuestas. El gourmet culto se relaciona con la comida de una forma eminentemente erudita hasta resultar pedante y el foodie se interesa por las tendencias del mundillo de la gastronomía hasta rayar en lo esnob y lo friki: las novedades, los personajes. El vino gourmet huele a pimpollos otoñales en salmuera y a madera de palote torneado, mientras el vino foodie es sociable y alegre. El camarero preferido del gourmet pretende que el cliente se sienta como un marqués y el del foodie, que se relaje y disfrute. El gourmet tiende a dictar y observar normas inamovibles mientras el foodie busca nuevas formas de comer. Lo gourmet es solemne y trascendente. Lo foodie quizás resulte frívolo o superficial, pero es, ante todo, divertido.