Goya, Buñuel y Adrià

La gastronomía y el cine flirtean desde hace algún tiempo, en una relación como de matrimonio de conveniencia entre el nuevo rico y la marquesita venida a menos.

Unos suben y otros bajan, y se cruzan en un punto en el que se interesan mutuamente porque uno pone el caché y el otro, el pedigrí. En la última década se han publicado numerosos libros que relacionan al cine con la cocina —o con el vino, o con la coctelería— y un festival como Cinegourland —¿cómo llevas la próxima edición, Pepe?— ha sido imitado con convocatorias similares en Barcelona o en Canarias. En torno a la Bienal de Venecia hay una considerable movida enoculinaria y La Berlinale incluye en su programación un apartado dedicado al cine gastronómico que este año importará el Festival de San Sebastián en colaboración con el Basque Culinary Center.

Sin embargo, el cine español no ha explotado en general el tirón de nuestra cocina, pese al estreno en los últimos años de un par de películas gastronómicas. De la ceremonia de entrega de los Premios Goya, que se celebró en el mismo Palacio de Congresos que Madrid Fusión, trasciende hasta el nombre del modisto que viste a cada estrella, pero no el del cocinero que prepara el catering. Tampoco se habla apenas de lo que se comió y se bebió en los múltiples eventos previos, posteriores o colaterales, en los que participaron, por ejemplo, conocidas marcas de ron o de champagne, edición limitada incluida.

El encanto decadente del cine y el glamour esnob de la gastronomía se complementan, pero la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España —que, paradójicamente, no es Real como la de Gastronomía— ni siquiera tiene la picardía de enredar en sus cosas a Ferran Adrià: por ejemplo, nominando a los Goya alguno de los supermegadocumentales que le dedicaron TVE o TV3. Sería una forma de “refrescar” la añeja prosapia del séptimo arte con el prestigio emergente de lo gastronómico.

El caso es que, si el cine español no se beneficia de la proyección de la cocina española, la farándula gastronómica sí avanza hacia la madurez —¿previa a la descomposición?— en la que sin duda puede aprender mucho del mundillo del cine, con sus críticos, sus estrellas, su talento, su vanidad, sus genios, sus entendidos, sus frikis, su querencia a los favores políticos y las subvenciones… Y con las intrigas cortesanas que necesariamente acaban urdiéndose en torno a todo eso.