Habrá que alimentar el alma

Habrá-que-alimentar-el-almaComía hace unos días en uno de los restaurantes de moda de la ciudad, de esos en los que se ha de reservar con una semana de antelación si se quiere gozar de mesa. Decoración minimalista con predominio de blancos y maderas, vajilla y cubertería resultonas, cocineros con recorrido por restaurantes de renombre y la promesa de acercarte a “la alta cocina a un buen precio”. Tres entrantes llamativos, un suculento arroz meloso, postre de admirable volumen, una bebida y café, todo por menos de veinte euros. Comía, y me sentía superado por la desproporción de las raciones. ¡Qué nadie diga que se queda con hambre!

Aparentemente nada que objetar pero, sin embargo, reflexionaba y sentía una cierta tristeza. El local, los cocineros y el servicio son capaces de ofrecer mucho más que una hiperbolizada cocina nutricional. Son capaces de provocar emociones en el comensal más allá de la reparadora sensación del estómago lleno, y bien lleno. Capaces de convertir la visita a un restaurante en una experiencia singular, de hacer disfrutar del proceso y no reducirla a una simple, aunque sabrosa, comida más. Pero parece que hoy el comensal ya no busca la emoción en cada bocado, ni la vivencia única, si no que la crisis le hace volver a lo primigenio, a los sabores y texturas de siempre, a los ingredientes reconocibles y las raciones pantagruélicas. Y la maldita crisis acaba castrando la creatividad. Hay que alimentar el estómago, ¡qué importa el alma! Hubo tiempos mejores.

Esta tendencia ha acabado pervirtiendo iniciativas como Valencia Cuina Oberta, que en su momento nació con la noble pretensión de acercar por unos días al gran público a los restaurantes de alto nivel, gracias a unos menús de precios contenidos. Pero la mayoría de restaurantes han renunciado a ese esfuerzo y acaban ofreciendo durante esos días un menú similar al que ya tienen durante el resto del año, y por un precio similar.

Por eso, sorprende el gregarismo con el que los clientes se dejan someter por esta hábil operación comercial, que el reclamo siga funcionando y edición tras edición consiga agotar todas las reservas de una semana, para más de cincuenta restaurantes de la ciudad. Al final, acaba venciendo el mensaje de comer barato y mucho, con unos menús compuestos por unos entrantes de relumbrón presentados en un enorme plato blanco o en una tabla de pizarra, el ubicuo arroz meloso y un postre llamativo y chocolateado.

Me resisto a pensar que los tiempos de crisis tenga necesariamente que replegar la cocina valenciana a esos menús efectistas, sospechosamente similares y carentes de inventiva. A las raciones descaradamente grandes para alejar toda sospecha de cocina de vanguardia o de lucro injusto del cocinero. Y que toda innovación se reduzca a esos recurrentes arroces melosos, tan fáciles de cocinar como de comer. Arroz, siempre arroz, en combinación ineludible con una carne llamativa o un crustáceo asequible y unas setas o “verduritas” [¿de verdad alguien cree que prefigurar al oído la terneza con el abuso del diminutivo, evitará que al tacto descubramos la verdad de su consistente naturaleza?].

Tendrá que llegar el momento en que nuestra sociedad consolide una cultura gastronómica más compleja, capaz de reconocer el buen hacer, de recompensar el trabajo y de premiar la innovación. Capaz de acudir a un restaurante con la misma inquietud que se acerca a cualquier otra manifestación cultural y no sólo con la simple intención de mantenerse vivo. Estoy convencido de que llegará el día en que la gastronomía pueda alimentar nuestra alma, con la misma intensidad que hoy lo hace con nuestro cuerpo.

JOSÉ RAMÓN NAVARRO PAREJA