Herirnos de sal

corvinas-saladasDa igual si has nacido en esta orilla o en otra. Si eres de una zona de costa tienes una idea clara de qué es para ti la cocina marinera, de cuáles son los productos de excelencia y de cómo han de prepararse. Y, sí, sabemos que hay otras orillas, otros puertos y otras tradiciones, pero tendemos a medirlas en base a la nuestra. Por mucho que respetemos a los otros, los mediterráneos tienden a ver la cocina del mar en clave mediterránea y los atlánticos en clave atlántica.
Es lógico, en cierto modo, es algo que tiene que ver con nuestras raíces y con nuestros afectos. Pero cuando somos capaces de saltar por encima de todo eso y conseguir un punto de vista más amplio es cuando nos encontramos con todo un mundo que vale la pena explorar. Cuando yo, gallego con orígenes en las Rías Baixas, me encuentro con la cocina alicantina, con otros atlánticos que son el mío pero a la vez son diferentes, como el de Cádiz, el de Huelva, el de Lisboa o el de la costa alentejana, es cuando me doy cuenta de que tenemos que mantener vivas esas raíces, ese bagaje que nos une a un lugar y a una cultura, pero tenemos que ser capaces al mismo tiempo, de tender puentes, de mirarnos y de entendernos.
Es ahí, en ese encuentro de cocinas ibéricas del mar donde todos tenemos mucho que ganar, donde técnicas, platos y recetas pueden hacer viajes de ida y vuelta, nutrirse, crecer en direcciones que no habíamos ni imaginado. Y es ahí, también, donde podemos alimentar nuestras ganas de disfrutar, enfrentarnos a enfoques nuevos para nosotros pero con los que compartimos claves.
Me pasa cuando me siento ante un plato de Pés de Burro de Sesimbra, al sur de Lisboa. Son los mismos carneiros que durante décadas se ignoraron en las costas de las que yo vengo y que aquí tienen categoría de joya gastronómica; me pasa cuando me siento a la mesa de Acánthum, en Huelva, y Xanty Elías me propone una cigala, algo tan gallego (para mí) y a la vez tan onubense (para él), algo que, de alguna manera es un mismo lenguaje que compartimos, aunque lo hablemos con diferentes acentos.
Me pasa ante un caldero murciano en La Tana (cómo se añora al desaparecido Sebastián Damunt), ante unos capellanes alicantinos, unas gambas de Denia o unas clotxinas valencianas. Me pasa ante las cocinas catalanas del bacalao, de la sepia o del pulpo, pero también ante los guisos marineros gaditanos. Para mí, atlántico, de las rías, de caldeiradas y peixes salpresos (curados en sal) son señales, carteles que avisan de que todos tenemos mucho que ganar si no nos limitamos a seguir la dirección marcada.
Soy partidario de la fusión, de esa fusión, de ese intercambio, de la mezcla con cabesiña, como se dice en Arousa, con sentido común y con los pies en la tierra. Creo que hay que dejar de darle la espalda a Portugal y a sus cocinas del mar y que tenemos que empaparnos de cerdo con almejas para acabar con nuestras ideas preconcebidas sobre el mar y montaña; tenemos que explorar la cocina de los estibadores del puerto de Lisboa, pero también los contactos de esta ciudad con sus antiguas colonias, tenemos que llenarnos la memoria del paladar del chamirro de la costa sur del estuario del Tajo, de pescados secados en la arena de la playa de Nazaré, de atún de Azores.

Y tenemos que explicarnos los unos a los otros nuestras zapatas (pequeños escualos secos de la comarca de O Morrazo), nuestros pulpos secos, las semisalazones de atún, las pericanas, las sardiñas afogadas o las esqueixadas, el barrio de La Atunara en La Línea, las barras de zinc de El Puerto de Santa María, las frituras sanluqueñas, las calderetas de langosta, las almejas a la marinera de Carril, las albóndigas de sepia, el pollo con cigalas o los caldillos de perro. Sabemos que están ahí, pero hace falta que nos impregnemos de ellos, que hablemos, que preguntemos, que dejemos que sea la curiosidad la que nos lleve.

La gastronomía no entiende de fronteras políticas, así que por qué imponérselas. Cada uno de nosotros tiene un bagaje culinario marinero propio pero tiene, al mismo tiempo, la capacidad de asomarse al de otros, de entender sus bases, de mezclarse y de crecer. Si nuestras cocinas marineras locales le deben mucho al ir y venir de razas, culturas y saqueadores; si podemos encontrar huellas de Al-Andalus en algunas recetas, de genoveses y sicilianos en otras; si las colonias portuguesas o las influencias atlánticas, el producto que nos llegó de América por mar han ido, mediante una fusión que ha durado milenios, dando forma a culinarias propias, únicas, vinculadas a un territorio y a una forma de entender la vida ¿Quiénes somos nosotros para no seguir explorando, para no salpicarnos (salferirnos, una palabra gallega preciosa: herirnos de sal) del mar de los otros y ver a dónde llegamos buceando en él?
Las identidades evolucionan con el tiempo, tienen un origen, cimientos sólidos en un terreno, pero pueden (deben) abrirse a otros, conocer, expandirse. La cocina, en esto, no es tan distinta de la vida y, mientras hay quien decide cerrarse y desconfiar de todo lo que huela a foráneo, yo creo que hay que dejarse llevar, aprender, ir, volver, pararse a curiosear en el camino. Y en esto las cocinas del mar tienen mucho que ofrecer. Hablo aquí de las cocinas ibéricas, pero podría abrir más el objetivo y hablar de otros mares, de otras latitudes. Está bien hacerlo, pero por algún lado hay que empezar y yo quiero apostar por hacerlo aquí, de esta manera, poco a poco, parándonos a conocer al vecino y no deslumbrándonos únicamente con cocinas del otro lado del mundo.
No podemos entender la cocina contemporánea gallega del mar sin Ángel León. No, no es una errata. No podemos entender la catalana sin las aportaciones de un Solla, la vasca sin el aire fresco de un Paco Pérez, la levantina sin un Elkano. Cada uno de esos nombres ha aportado influencias, técnicas, pero sobre todo apertura de miras. Ese es el camino que en el futuro puede darnos tantas sorpresas gastronómicas: ser capaces de seguir siendo nosotros mismos y abrirnos a los otros, hacer nuestro lo mejor de cada mar y ofrecer el bagaje de nuestra orilla. Es ahora, con la influencia de los cocineros mencionados y de tantos otros (de Quique Dacosta a Casa Manolo pero también al Balneario de Salinas, al Nito de Viveiro; de Belcanto o Alma a Culler de Pau, de Casa Gerardo o Casa Marcial a Etxebarri, Regueiro, Alborada, El Campero, Güeyu Mar, D’Berto, Ribamar…) cuando estamos empezando a descubrir el potencial de este enfoque, así que es también ahora cuando tenemos que hacer una apuesta decidida y zambullirnos. JORGE GUITIÁN