En el país de Torreblanca

Madagascar. Rubén ÁlvarezSi le pedimos a cualquier ciudadano de a pie que cite a treintaitrés cocineros más o menos ilustres, los recitará probablemente de carrerilla como la lista de los reyes godos. En cambio, si le preguntamos el nombre de algún repostero, apenas nos dirá el del chaval de la panadería del barrio y puede que intente recordar a aquel pastelero tan famoso que hizo la tarta de la boda de los príncipes. Decididamente, en nuestra cocina dulce no ha habido un boom comparable al de la salada.

Hay razones evidentes para que la repostería no tenga el tirón mediático y social del que goza la cocina. La ortorexia —neologismo acuñado hace bien poco para referirse a las actitudes obsesivas hacia la comida sana—, ya se considera una enfermedad que tratan los psiquiatras y la incidencia de la obesidad o la diabetes alcanza dimensiones epidémicas. Junto a las grasas, el azúcar es el enemigo número uno de una alimentación políticamente correcta. Su caída en desgracia se inició ya en el Renacimiento, cuando se descubrió su relación con la caries dental y se intuyó su repercusión en otros trastornos. De hecho, todo aquello condicionó el papel de lo dulce en la cocina moderna con respecto a la medieval, donde el azúcar y la miel —o la canela y la vainilla— se empleaban como cualquier otro condimento y los pasteles alternaban con los asados sin el orden preestablecido que se fijó desde entonces y que no ha sido cuestionado hasta la aparición de la cocina vanguardista.

Pero nada de todo eso debería afectar a lo dulce desde un punto de vista estrictamente gastronómico: civilizado, culto, moderado, racional y eminentemente lúdico. Sin duda, las circunstancias del consumo son radicalmente distintas para la alta repostería y la alta cocina. Compramos un pastel en el mostrador de una tienda —por más que su ambientación sea comparable a la de la joyería más lujosa—, lo dejamos encima del microondas al llegar a casa y lo servimos al final de la comida, probablemente, en la misma bandeja de cartón donde nos lo dieron. En cambio, a un plato salado, que quizá tenga menos caché gastronómico que aquel pastel, solemos enfrentarnos en el marco excepcional de un restaurante con una puesta en escena más o menos cuidada.

El razonamiento no es nuestro, sino de Paco Torreblanca: el Ferran Adrià de la repostería. El prestigio profesional de ambos personajes es equivalente —son los números uno en sus respectivas disciplinas—, pero su repercusión mediática, no. Los que le van a la zaga a Adrià gozan de una enorme consideración que resulta apenas comparable a la de los números dos de la repostería. Los cocineros de la tercera, la cuarta o la quinta línea siguen siendo personajes mediáticos, cada cual en su nivel, pero los reposteros con una cualificación profesional similar no existen para el público, ni siquiera para el gourmet. No hacen ponencias ni demostraciones en congresos, no les entrevistan en los medios de comunicación, la gente no conoce sus nombres ni, mucho menos, los considera una marca.

En el País de Torreblanca —la provincia de Alicante—, el éxito del que muchos consideran el mejor pastelero del mundo no ha dado lugar a un boom espectacular de la repostería. Entre los cientos de empleados y becarios que han pasado por su obrador están prácticamente todos los grandes nombres de la repostería española y muchos de la internacional, pero también una legión de jóvenes profesionales procedentes de Elda, Villena, Novelda, Elche o Cocentaina que llevan adelante sus negocios y sus carreras con mayor o menor éxito empresarial y profesional. Comparado con el reconocimiento que suelen obtener sus colegas cocineros, su anonimato no se corresponde con su cualificación.

 

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