La Botica de Matapozuelos o el cocinero que reinventa la cocina castellana

Los flujos turísticos hacen que, irremediablemente, acabemos prestando más atención a las costas y a las grandes ciudades. También en lo gastronómico. Es un círculo del que no resulta fácil salir: en esas zonas se mueve más dinero, así que es más fácil defender proyectos; al moverse más dinero hay patronatos de turismo, delegaciones municipales y concejalías que invierten más en promoción; al mismo tiempo es más fácil que la prensa especializada se desplace por esos grandes núcleos y zonas turísticas que por lugares también interesantes pero más alejados, más aislados y con una oferta menos amplia. Así que el fenómeno tiende a retroalimentarse.

Eso hace que olvidemos que muchas veces el interior esconde auténticas joyas, por mucho que los turistas no siempre lo vean y que –como apuntaba no hace mucho el cocinero Francis Paniego– las administraciones no parezcan acabar de convencerse en todos los casos. Echaurren (Ezcaray), Lera (Castroverde de Campos), Cocinandos (León), Montia (El Escorial), El Ermitaño (Benavente), Atrio (Cáceres), Trivio (Cuenca), Azafrán (Villarrobledo), Tierra (Torricos), Las Rejas (Las Pedroñeras), Bagá (Jaén), Maralba (Almansa), El Bodegón (Daimiel)… El interior existe y es un universo inmensamente rico que vale la pena explorar.

Es en ese universo, más allá de la cocina del mar, de la huerta mediterránea y de las influencias atlánticas donde Miguel Ángel de la Cruz ha creado un mundo culinario propio; un mundo que hunde sus raíces en los pinares, en los trigales, en el regadío castellano y que se nutre de la investigación del entorno más inmediato y de sus posibilidades, muchas veces inéditas, en la cocina. El entorno en el que trabaja el cocinero se convierte en el principal de los ingredientes en su restaurante.

A partir de esos mimbres la cocina de Miguel Ángel en La Botica de Matapozuelos, un pueblo de apenas 1.000 habitantes 40 km al sur de Valladolid, se presenta mediante una propuesta radical y amable a un tiempo, reconocible en algunos matices y completamente nueva en su planteamiento.

Se ha dicho en alguna ocasión que la de La Botica es una cocina verde. Es una idea que no comparto. Si acaso, es una cocina que está más allá de la categorización canónica, de la división entre lo verde y lo cárnico. En nuestro menú hubo morcilla, paté y riñones de lechazo, morro de vaca, faisán, jugo de caza, higado de pato y mollejas de ternera. Me cuesta poner el adjetivo verde tras ese despliegue.

Sin embargo sí que hay un tratamiento novedoso de lo verde, que pasa de mero acompañamiento a elemento principal alrededor del cual se articulan buena parte de los platos. No hay una renuncia a la proteína animal ni a los sabores que en esta zona se asocian con la misma. Pero sí que se somete la lógica interna de las recetas a una reorganización. En un plato de remolacha los riñones de lechazo pueden ser la nota aromática secundaria. Un principal puede ser de faisán, pero el siguiente, o el anterior, serán de raíces, tubérculos o hierbas del entorno. El tono de fondo puede ser aportado, en algunos platos, por una carne (habitualmente casquería), pero son los vegetales los que lo llenan de matices en buena parte de los casos.

Y en ese mundo reorganizado en base a los elementos más inmediatos, el pinar, como ecosistema, se convierte en el rey absoluto. No sólo está presente en el emplatado de varios de los pases del menú, no sólo aparece a través de la ralladura –enormemente aromática– de la piña verde para acabar, ya en la mesa, un plato. El piñón se usa fresco y tostado, en elaboraciones saladas y dulces. Hierbas como la perpetua, características de los pinares vallisoletanos, aparecen también como nota aromática.

A partir de esa gramática nueva en la que los elementos cobran significados diferentes a los habituales, Miguel Ángel consigue desarrollar un menú en el que los acentos ácidos y vegetales establecen un hilo conductor que aligera y actualiza. Desde los snacks que abren el menú –los grissini de harina de rebozuelos, la ciruela de paté de lechazo con remolacha, la seta impregnada en horchata de avellana o el licuado de hinojo y manzana con huevas de trucha y pamplinas– el guiño al mundo verde local será permanente.

Puede parecer un oxímoron hablar de una Castilla verde, sin embargo está ahí y aparece en el plato. Lo hace en las setas y verduras encurtidas con jugo acidulado de pimientos asados del primero de los principales; continúa presente en las empanadillas de remolacha rellenas de riñones de cordero, equilibradas, elegantes, de matices terrosos. Lo verde sigue dominando en uno de los grandes platos del recorrido, un juego alrededor de una sopa de cebolla en el que las cebollas presentadas en pétalos, crocantes aún pero cocinados, se envuelven en un toffee de cebolla, una espuma de achicoria y un caldo de cebolla tostada para dar forma a través de matices amargos, ligeramente dulces y torrefactos a un conjunto redondo.

Molleja de ternera, perfecta de punto. Aquí el pinar se impone a la casquería a través de la crema de piñón y una ralladura de piña verde. Faisán, hígado de pato. No podía faltar la caza en un recorrido por los sabores de la meseta.

Y de aquí al universo dulce en el que las frutas locales más humildes –los albérchigos– comparten protagonismo con frutos rojos, donde el pinar vuelve a adueñarse del ambiente, tanto en el plato de espuma de piñón tostado, helado de piña verde y perpetua como en los petit fours que acompañarán al café o en esa falsa miga de pan de piñón, etérea, que llega al final del recorrido.

La de Miguel Ángel de la Cruz es una cocina profunda y ligera al mismo tiempo, meditada y que huye de aspavientos; una cocina que reinventa un lenguaje –el de la cocina castellana– a partir de sus elementos fundamentales para proyectarlo con fuerza hacia el futuro. Eso no es algo que se encuentre con frecuencia.

JORGE GUITIÁN