Nueve años de crisis, sin contar lo que nos queda de vivir sus consecuencias, han dejado secuelas más que importantes en el panorama gastronómico. Hemos visto nacer formatos posibilistas, fórmulas low-cost y por desgracia hemos visto cerrar un buen puñado de restaurantes y a unos cuantos cocineros marchándose a trabajar a otros países. La cocina, como tantos otros sectores, venía de una época de vacas gordas en la que parecía que todo era posible, que todo seguiría creciendo para siempre, que el cliente podría (y querría) siempre pagar propuestas más ambiciosas que, a su vez, implicaban más personal, más metros cuadrados y, en definitiva, un mayor coste.
Y, de pronto, sin que nadie nos avisara alguien pinchó la burbuja. Porque al final resultó ser eso, un balón inflado artificialmente en muchos aspectos. Llegaron 2011, 2012 o 2013 como jarros de agua fría, uno detrás de otro y cada vez más gente descubría que lo que quería hacer era guisos tradicionales, «cocina sin tonterías» decían algunos, querían proyectos más asumibles, estar más cerca del cliente, volver a la tapa, a la barra, a la cocina de día a día, de proximidad. Calidad de vida. Era más barato, más fácil (digamos que menos difícil) de defender dadas las circunstancias. El cliente se había retraído, el crédito para nuevos cuentos de la lechera había desaparecido. Pero si eso servía para que alguna gente hubiese encontrado lo que de verdad le apetecía hacer, al menos podríamos sacar algo en limpio.
¿Os acordáis de cuando hablábamos de los mileuristas como unos pobres desgraciados? Pues mirad ahora las estadísticas, porque esa es la verdad y está ahí fuera.
Sin embargo, en 2015 las cosas comenzaron a mejorar ligeramente. Muy ligeramente, porque aunque una cifra de paro del veinte por ciento nos parezca hoy aceptable después de todo lo que ha llovido, lo cierto es que es aún pavorosa, a poco que nos paremos a pensar en ella. Y los sueldos de los que en buena lógica serían los clientes de restaurantes, no es que vuelvan a ser los de hace una década, es que en muchos casos son inferiores ¿Os acordáis de cuando hablábamos de los mileuristas como unos pobres desgraciados? Pues mirad ahora las estadísticas, porque esa es la verdad y está ahí fuera.
Pero lo cierto es que sí, que el crédito volvió a aflorar, aunque fuese tímidamente, que empezó a haber una mayor alegría a la hora de consumir y que, al mismo tiempo, el turismo no paraba de crecer. De las implicaciones de ese crecimiento hablaremos otro día porque lo que nos interesa ahora es que volvía a haber dinero. Y es verdad que algunos se mantuvieron en lo que afirmaban hace unos pocos años, que otros, seguramente, tienen bastante aún hoy con conseguir que cuadren los números. Pero alguien empezó, poco a poco, sin que nos diésemos cuenta, a volver a insuflar aire en aquella burbuja que pensábamos que habíamos dejado atrás.
Pero alguien empezó, poco a poco, sin que nos diésemos cuenta, a volver a insuflar aire en aquella burbuja que pensábamos que habíamos dejado atrás.
De pronto, en este verano de 2017 y en cuestión de pocos días, nos encontramos con que el Mercado de San Miguel se vende a un grupo empresarial extranjero. Nada fuera de lo normal hasta ahí. Pero resulta ser, según las informaciones, la operación en la que se han vendido los metros cuadrados de suelo más caros de la historia de España. Teniendo en consideración el edificio del que hablamos (y su grado de protección) y el modelo de negocio le cuesta a uno entender la lógica de una maniobra empresarial como esa salvo que deje el factor gastronómico a un lado. Al mismo tiempo se anuncia la venta de un conocido grupo de restaurantes en Madrid por una cifra que, por mucho que haya quien me diga que tiene que ser errónea en las informaciones publicadas, va a ser difícil recuperar. Hablamos de un grupo en el que, según cuentan, se trabaja a partir de una cocina central y en el que los locales no son propiedad y, por lo tanto, quedan al margen de la operación. Y si se ha vendido es porque alguien ha hecho números y ha considerado que es rentable de alguna manera. Se me escapa dónde queda la gastronomía en todo esto. Un gran grupo de restaurantes, bajo el nombre de un cocinero estrella de los años 80 desembarca ahora en España, con varios restaurantes a la vez y precios que a juzgar por las críticas leídas no se corresponden exactamente con la calidad de la oferta. Pero ahí está, ahora, justo ahora, en Marbella y en Ibiza.
Al mismo tiempo se anuncia la venta de un conocido grupo de restaurantes en Madrid por una cifra que, por mucho que haya quien me diga que tiene que ser errónea en las informaciones publicadas, va a ser difícil recuperar.
Apenas hemos salido de la crisis y en Ibiza se están vendiendo menús –o experiencias, o experiencias con menú, o viceversa, que no lo tengo nada claro– que equivalen a más del doble del salario mínimo interprofesional (que acaba de subir y ni por esas). No puedo dejar de preguntarme, considerando por ejemplo lo que costaba comer en el Bulli en su momento, qué pueden ofrecerme por un precio cinco veces más alto y que justifique el precio. Está claro que soy poco imaginativo, porque me está costando.
Cada día me llegan notas de prensa que me hablan de los muchos metros cuadrados de tal o cual proyecto nuevo, como si el metro cuadrado fuese una unidad de medida de calidad. Me hablan del nombre de los interioristas, en ocasiones también del grupo empresarial que está detrás. Unas cuantas, sin embargo, se olvidan de hablarme del cocinero, de quién es, qué hace, por qué debería ir o recomendarle a alguien que vaya.
Unas cuantas [notas de prensa], sin embargo, se olvidan de hablarme del cocinero, de quién es, qué hace, por qué debería ir o recomendarle a alguien que vaya.
No puedo evitar, al leerlas, imaginarme esa gran pompa de jabón flotando en el espacio, hipnótica, llena de reflejos irisados y colores fascinantes, tan perfecta que nos arranca una sonrisa inocente, mientras una mano se acerca lenta pero inexorable, sosteniendo una aguja. O tal vez no, tal vez el futuro del negocio gastronómico va en realidad por ahí y soy yo el que no lo entiende. Pero lo cierto es que por el momento la canción resulta familiar, como si ya la hubiésemos escuchado. Aunque fuera justo antes de que alguien, de golpe, cortase la electricidad y nos mandase a todos a casa.
JORGE GUITIÁN