Por Lluís Ruiz Soler @LluisRuizSoler
A la mayoría de los españoles, lo más parecido a la gastronomía que puede interesarles en estos momentos es la compra del supermercado. ¿Productos frescos, naturales, de calidad, de cercanías? Nada, lo que haya en el supermercado y mirando lo que cuesta. Así ha sido como han funcionado desde que el mundo es mundo.
Bueno, para que la afirmación que abre este artículo valga en todo tiempo y lugar, habría que quitarle el prefijo a la palabra “super-mercado”, pero la realidad es la misma. Es cierto que ha habido un período de unos 30 años en el que una parte importante de los españoles iba al supermercado y hasta a la tienda gastronómica y les exigía más y más. Fue la época de los vinos de autor, del aceite de oliva virgen extra, del jamón ibérico, del (re)nacer de los productos gastronómicos de todo tipo y en todas partes. Incluso, con lo que sobraba del (super)mercado y de todo lo demás, una parte importante de los españoles iba a los restaurantes e incluso le molaba que fueran “nouvelles”, creativos, vanguardistas y carisísimos. Eran otros tiempos y no fue más que un paréntesis en la larga historia de España, buena parte de cuyos habitantes no habían desterrado aún de su memoria el recuerdo del hambre y/o la penuria.
Antes de ese paréntesis, la opulencia alimentaria no era, para la mayoría de los españoles, sino nostalgia de lo que nunca jamás sucedió: pura quimera. La novedad, históricamente hablando, es que muchos de los que ahora no van al supermercado con holgura, ni siempre que quieren ni al supermercado al que les gustaría ir, recuerdan perfectamente los buenos tiempos, cuando iban a llenar la nevera aunque estuviera llena o incluso a sacudirse la depre de encima, elegían el que más diversidad de marcas de calidad ofrecía, optaban por el más caro entre dos productos similares —algo tendría para serlo— y, con lo que les sobraba, el fin de semana, cenaban en lo más guay de la ciudad y alrededores antes de tomar unas copas en los locales de moda. Incluso planeaban algún finde una escapadita para ver si Fulano o Mengano merecían realmente esa estrella que le acababan de dar.
Es cierto que en España sigue habiendo gente que hace y puede hacer eso y más, y que ya antes había muchos que no podían hacerlo. Pero la minoría mayoritaria que durante el paréntesis 1980-2010 pudo tener la gastronomía entre las cosas que más o menos le interesaban está en vías de extinción. En términos sociológicos y como es bien sabido, sigue habiendo ricos y sigue habiendo pobres, mientras la clase media va pasando a ser cosa del museo de historia natural.
La gastronomía no es sino un reflejo de una transformación social a la que el periodista, ni siquiera el especializadísimo en estas cosas, puede ser ajeno. Esto es lo que hay y así se lo contamos. En la restauración de lujo sobreviven los que tienen que sobrevivir —ni uno más— y lo más trendy son las opciones low cost de todo tipo. Con la clase media se extingue la restauración media, que se debate entre esforzarse por llegar a alta o reconvertirse en baja. La cuestión es si esta situación es otro paréntesis, pero, como dure también 30 años, muchos tenemos que ir pensando que es para toda la vida.