La inclasificable madurez de Brel

¿Qué es eso de la madurez? Es algo intangible, difícil de definir, pero que todos sabemos identificar; algo que es un poso de otras cosas, una suma de experiencia, de errores, de voluntades y de horas de oficio, y que acaba por convertirse en el momento en el que todo confluye para tener sentido.

No es sencillo explicar cuándo alguien alcanza la madurez profesional. Es más, tengo mis dudas de que algo así exista, porque por mucho que se llegue a un punto en el que todo encaja es fácil suponer que, si nada se tuerce, ese estilo, esa personalidad seguirá puliéndose con el paso de los años. Incluso la madurez es algo que evoluciona.

Por eso es una palabra que creo que hay que usar con prudencia. Y sin embargo, es precisamente la que me viene a la mente tras la última visita al restaurante Brel (El Campello). Quizás no una madurez definitiva pero sí, al menos, una evidencia de que los años están dejando sedimento, de que todo lo que hace tres años intuíamos en fogonazos de chispa creativa va encontrando su lugar en el puzzle.

Lo interesante de esta visita, en la que combinamos algún plato del menú de la Mesa Cero, de perfil más gastronómico, con otros de carta, es comprobar cómo esa madurez se demuestra no en alardes técnicos o en enfoques minimalistas sino en una reivindicación de lo sabroso, del comer con las manos, de la cocina como experiencia lúdica y social, sin complejos, sin miedos, sin pararse a pensar por dónde van las modas o lo que puedan decir, sin preocuparse de tener que parecer un restaurante gastronómico al uso. Y eso, creo, es una señal de madurez.

Oreja confitada y a la plancha con demiglace de cerdo y gamba.

Como es también una señal de que los años y las experiencias van dejando huella el hecho de que la propuesta integre elementos de la cocina mexicana, a la que el equipo de Brel en general y su cocinero Gregory Rome han tenido acceso: Pamela Romero, parte fundamental del equipo y pareja de Gregory, es de aquel país y supone un vínculo palpable que enriquece una propuesta ya de por sí mestiza.

Padres belgas, presente alicantino, ramificaciones profesionales y familiares que se extienden hasta México, el pasado del negocio familiar como pizzería y restaurante a pie de playa. Todo conforma un universo imposible de replicar en el que se cocina rico, sabroso, sin miedo, con potencia; en el que el riesgo no se evita y en el que el producto está presente (¿Es posible pensar en un buen restaurante en el que no lo esté?) pero no se convierte en el eje del discurso.

Todo esto se traduce en una vieiras marinadas en achiote y servidas con eneldo e hinojo, carnosas y frescas, en un jamón de atún aparentemente esencial, capaz de rendir culto al producto y a la tradición de la vanguardia al mismo tiempo. Se refleja en una ensaladilla de tuétano y anguila con holandesa de carne de contundencia controlada, una bomba de sabores similar, al menos en ese equilibrio delicado que nunca cae del lado del exceso, aunque lo bordee en ocasiones, a la oreja confitada y frita con demiglace de cerdo y gamba.

Vieiras marinadas en achiote con hinojo y eneldo.

Bacalao con turrón y patata. Arriesgado, por momentos contradictorio, pero divertido. Callos de pescado. pieles de atún, labios que se pegan, recuerdos de callos de los de toda la vida, de taberna. Piden a gritos una cerveza. Guiños clásicos y que miran al norte y al sur simultaneamente en el carré de cordero recental confitado en mantequilla, berenjena ecológica y naranja amarga. Grasa controlada, contrapuntos ácidos y vegetales, texturas que se complementan y reinventan un corte clásico.

Pamela pone siempre la dosis escenográfica en sus postres, como esa tarta de limón que se transforma en un patito de goma y una bañera con espuma para esconder sabores comfortables, reconocibles, cítricos que estimulan el paladar a estas alturas del recorrido. El riesgo vuelve con el arroz con leche de chufa, praliné de avellanas, teja de chocolate blanco y migas de mantequilla y encuentra un cierto reposo –de nuevo eso de la madurez- en el postre de quesos alicantinos, espuma de vino monastrell y caviar de aceite de oliva virgen extra.

Callos de pescado.

Me cuesta encontrar adjetivos. Ninguno vale para un plato y el siguiente. Ecléctico, si acaso, podría ser uno. Inclasificable. La de Rome es una cocina capaz de aunar tendencias dispares y hacerlas propias, de basarse en un disfrute irrenunciable. Es una cocina sin guiños estetizantes, pensada por alguien que disfruta comiendo, para clientes que disfruten comiendo. Una cocina sólida y con los pies en la tierra, posibilista y ambiciosa a un tiempo, creativa y comprensible; una cocina de las manos y del corazón más que del cerebro. El tipo de cocina que hace disfrutar tanto al que la ejerce como al que la recibe. Ese tipo de cocina del que no andamos sobrados y que ejemplifica uno de los muchos futuros que la cocina española tiene por delante.

JORGE GUITIÁN