
Una niña de 9 años descubre, al probar el pastel de limón preparado por su madre, que puede percibir a través de la comida los sentimientos de quien la ha preparado. Lo malo es que ese pastel, que debería resultar fresco y dulce, le transmite la amargura que impregna la vida de su madre, llena de soledad y tristeza. Ese “poder especial”, en la línea de cierto realismo mágico frecuente en la narrativa relacionada con la comida, será su “arma secreta” para conocer mejor a los demás, pero también una fuente de frustraciones y sinsabores. En efecto, unas simples patatas fritas o unas tostadas con mantequilla le hacen saber más de lo que le gustaría sobre su hermano, sobre su propio padre y sobre las miserias de sus seres queridos. Con el paso del tiempo, la niña se convierte en mujer y aprende que la vida tiene un sabor dulce y amargo a la vez, en una fábula que, más que infantil, resulta pueril en algunos momentos.