La juventud como prejuicio

Pargo con gianduja de tendones, cacao y avellana tostada. Nanín Pérez (Murri)

Existen dos maneras de entender el talento. Una de ellas lo asume como la acumulación de experiencia y la otra como un don innato, de tal forma que mientras esta última concepción entiende que alguien puede tener una facilidad natural para una actividad concreta, la primera constata que el talento es algo que se adquiere, que se trabaja, que sólo es posible lograr con el paso de los años.

Aunque las dos posiciones pueden ser correctas en buena medida, creo que en realidad se refieren a cosas diferentes: mientras por un lado hablamos de cualidades innatas que, por supuesto, hay que desarrollar –eso es lo que conocemos como talento- por el otro nos referimos a la maestría en un oficio, a la experiencia o a la solvencia profesional. Y aunque son conceptos que en parte pueden ser cercanos entre si, lo cierto es que la diferencia es enorme.

Es precisamente esa diferencia la que a veces nos carga de prejuicios. En España, últimamente, somos más de valorar la experiencia que las condiciones naturales de alguien, como si lo primero fuese algo que uno se gana y lo otro fuera un capricho de la naturaleza que por si mismo no nos dijera nada. Es por eso que nos cuesta valorar el trabajo de las generaciones más jóvenes, porque no está todavía sujeto a ese poso de la experiencia y porque depende, en una medida mucho mayor, de eso tan raro que llamamos talento.

Vieira de Cambados con algas. Alberto Lareo (Manso)

Puede que con el paso del tiempo ese talento se conjugue con el fruto de años de esfuerzo. Esa es la situación ideal. Puede, igualmente, que gente con un menor talento de partida consiga, a base de empeño y determinación, desarrollar un estilo y un gusto personales y más que aceptables, pero nada de eso sustituye a la chispa del talento en estado natural, algo que quizás tendríamos que aprender a volver a valorar de nuevo.

Por supuesto que en esa fase el talento puede verse empañado en cierta medida por dosis de ambición exagerada, por el proceso natural de ensayo-error imprescindible para irse labrando una personalidad, quizás por una cierta indefinición de estilo o por una tendencia a la imitación del trabajo de otros. Nada fuera de lo normal. Por algo desde el S.XIX se habla de diamantes en bruto: seguramente hay mucho que pulir, algo que sólo se consigue con los años, pero ese proceso es interesante precisamente porque debajo de esas aristas e imprecisiones hay algo que ya está ahí y que vale la pena.

Ensaladilla de tuétano y anguila. Gregory Rome (Brel)

Es curioso como mientras en cocina nos cuesta aceptar y admirar el talento en los jóvenes en otras disciplinas no aplicamos ese filtro. Cuando nos encontramos con cocineros brillantes con menos de 30 años no podemos evitar los peros: “es un cocinero fantástico a pesar de…”, “su cocina es interesante pero…”. Y no voy a recurrir a casos como el de Mozart para apoyar mi argumento. O a que Picasso pintase Las Señoritas de Avignon con 27 años. No hace falta y la comparación se prestaría a equívocos. Vayamos a algo mucho más próximo, a un fenómeno como el rock.

Mientras en cocina entendemos como jóvenes cocineros a los que están alrededor de los 35-40 años –tiempo suficiente como para formarse, para haberse empapado de otras cocinas y para desarrollar un estilo propio- en rock aceptamos y admiramos el trabajo de gente como Jim Morrison, Jimmy Hendrix, Janis Joplin o Kurt Cobain, todos ellos fallecidos a los 27 años. Cuando los Beatles se separaron John Lennon tenía 30 años. Y George Harrison 27. Y cuando Led Zeppelin hizo lo mismo Robert Plant, su cantante, tenía 32 años, la misma edad que John Bonham, el batería de la banda en el momento de su fallecimiento, convertido ya seguramente en el percusionista más influyente de su generación.

David Gilmour tenía 26 años cuando Pink Floyd editó Dark Side of the Moon, Billy Joel 24 cuando compuso su Piano Man. Eric Clapton disolvió Cream a los 23, cansado de ser un ídolo de masas y Neil Young llegaba a los 25, tras abandonar Buffalo Springfield y un par de discos en solitario, a su etapa clásica con discos como After the Gold Rush y Harvest ¿Hablamos de lo que había hecho Elvis con la música popular antes de cumplir los 25? Sólo un dato: con 33 volvió a los escenarios como la leyenda que ya era tras un parón voluntario de siete años.

Seguramente todos ellos, al menos lo que siguen vivos, son hoy músicos más cualificados, con ideas creativas más claras, pero esa chispa innata, eso que llamamos talento, estaba ahí cuando apenas habían salido del instituto. Reconozcámoslo: el talento es eso, el resto llega después.

Creo que es justo asumirlo y aplicarlo al ámbito de la cocina, donde contamos con grandísimos cocineros por debajo de los 30 años que en algunos casos cuentan ya con trayectorias equiparables a la del más curtido de los veteranos – ¿Cuántos pueden presumir de un curriculum como el de David Chamorro, que incluye cocinas como las de Paniego, Adúriz, Jesús Segura, Ángel León y un largo etcétera?, y que en cualquier caso demuestran un gusto, una valentía y un sentido común que está al alcance de muy pocos.

Navajas, huevas de sanmartiño reposadas en sal y caldo blanco de ternera. Diego «Moli» López (La Molinera)

Dejemos a un lado el complejo de Peter Pan. Con 25 o 30 años uno puede ser un profesional sólido y tener las ideas claras. La prueba la tenemos en el mencionado Chamorro, pero también en Álvar Ayuso (Hostal Empùries), por ejemplo. Es evidente en Alberto Lareo (Manso), en Gregory Rome (Brel), en Diego “Moli” López (La Molinera) o en Nanín Pérez (Murri).

Jordi Cruz recibía su primera estrella con 26 años y Dani García abría Tragabuches con 23. Ferran Adrià recuperó las dos estrellas para elBulli con 28. Olvidémonos de una vez de prejuicios millenials, asumamos que uno puede cambiar el mundo –o la cocina- con 25, tal como hacíamos no hace tanto y dejemos que los Rome, Lareo, Ayuso y compañía nos deslumbren, Porque dentro de 10 o 15 años lo harán, estoy seguro, tal como lo siguen haciendo los mencionados más arriba, pero ya deberían estar haciéndolo ahora mismo, sin que les apliquemos la tara que nace de nuestros propios prejuicios de la mediana edad. Son jóvenes, son brillantes y es hora de que lo reconozcamos sin añadir un pero a continuación.

JORGE GUITIÁN