La revolución del nuevo vino rosado

Mas-o-menos-rosadosPor Lluís Ruiz Soler  

El rosado avanza hacia el lugar que le corresponde en el mundo del vino apostando por un nuevo estilo de corte provenzal o californiano y con algunas grandes bodegas riojanas al frente.

Las cifras del vino en el mundo duplican a las de Google, Yahoo y Microsoft juntos. Y no por los tintos que hay que oler solemnemente bajo la supervisión de un sumiller con 21 botones, sino gracias a los espumosos menos sofisticados y a los rosados. Son datos de hace unos años y los decimales pueden haber variado palmo arriba o palmo abajo. Pero la realidad internacional del vino es inapelable y —visto desde la vieja Europa vitivinícola, donde el consumo decrece de forma continuada desde hace muchos años— sorprendente. Si ese descenso es una paradoja, frente al crecimiento del consumo internacional, la caída en desgracia del vino rosado es un fenómeno decididamente paranormal. En los años 80 y 90, a los esnobs y a los “entendidos” les dio por decir que “el rosado no es ni carne ni pescado” o incluso que “no es vino”, rango al que sólo tendrían derecho los tintos y, si acaso, algún blanco. Así, desapareció de las preferencias del consumidor, del catálogo de muchas bodegas y, prácticamente, de los restaurantes una forma de transformar la uva tan interesante como la que más.

Por suerte o por desgracia, las próximas batallas se librarán algún día en el terreno de los pubs y las discotecas, y, aunque el vino preferido por la mayoría de la humanidad sigue teniendo mala prensa aquí, algo está cambiando en distintos ámbitos. Uno es la alianza entre el rosado y quien le acompaña en las preferencias del público internacional: las burbujas. Visto desde la Comunidad Valenciana, con un clima, unas variedades y una gastronomía que se avienen como pocas con ese estilo y donde el Cesilia Rosé fue pionero de los rosados “modernos”, El Sequé tiene listo un espumoso rosado y Gandía triunfa en el mundo con su Sandara, un “sparkling” de baja graduación. Pero la revolución la protagoniza ahora una nueva generación de rosados procedentes en su mayoría de La Rioja. El “clarete” de Castilla la Vieja, por cierto, y la práctica de obtenerlo mezclando blanco y tinto —no sangrando un mosto tinto, como en el Mediterráneo o en Navarra— ha proporcionado uno de los argumentos más esgrimidos contra el rosado y eso que casi todos los champagnes “rosé” se elaboran así sin que ningún “entendido” los descalifique. Los nuevos rosados de Muga, Sierra Cantabria, Azpilicueta o Marqués de Cáceres  incluyen en el coupage la blanca viura —conocida como macabeo en otras zonas— junto a la tempranillo o la garnacha y el Aurora d’Espiells de Juvé & Camps le añade xarel·lo, propia del cava, a la pinot y la syrah.

Otros rosados de estilo provenzal o californiano no llevan, en principio, uva blanca, como el también riojano Larrosa de Izadi, el ribereño Lía de PradoRey o el exótico VéloRosé, hecho en Binissalem (Mallorca) con la autóctona manto negro. Son como los que se beben a deshoras en todo el mundo: tonos pálidamente rosáceos y complejidad de aromas frente a la monotemática frutosidad que presenta el rosado clásico desde el color mismo.

Al final, las nuevas tendencias acabarán rescatando al vino del museo donde lo confinaron los “entendidos”.