Las academias y la autoridad gastronómica

Academia

Por Lluís Ruiz Soler

Las academias de gastronomía se debaten entre lo gourmet y lo foodie. ¿Su función es la de dictar normas? ¿Hacia dónde va la de la Comunidad Valenciana? La murciana afronta el resurgir de la restauración regional con rigor y sin dogmatismo.

La definición de “academia” en el Diccionario de la Lengua Española no deja duda: se trata de una “sociedad científica, literaria o artística establecida con autoridad pública.” Subrayemos lo de “autoridad pública”, una de las cosas que, por medio del Diccionario, ejerce la Real Academia Española en lo relativo al idioma. Es la academia por antonomasia —encima, real— y su palabra es la ley. “Academicismo” es la “cualidad” del que “observa con rigor las normas clásicas”.

O sea. Conceptos como “academia” y “academicismo” encajaban, más o menos, en el rollo gourmet, pero están obsoletos en la era foodie. Para bien o para mal, pero irremediablemente. En la gastronomía socialmediática no hay autoridad pública ni normas clásicas que valgan. Al menos, hasta que los tics de los foodies se conviertan en dogmas, que en ello estamos.

Y, sin embargo, vivimos el boom de las academias de gastronomía. La explicación, de nuevo en el Diccionario. “Metáfora: Traslación del sentido recto de una voz a otro figurado”. Resulta evidente que lo de “academia”, aplicado a la gastronomía, es pura metáfora: sentido figurado. Es como si dijéramos “peña”, “cofradía” o “sociedad” gastronómica, algo que no incluye la autoridad pública ni la observancia de grandes normas.

De todo hay en este pintoresco batiburrillo. La Real Academia de Gastronomía es lo que es. Sobre todo, “real” —cortesana—, lo que podría darle cierta autoridad. Pero qué va. Imagínense a los chefs creativos —o a los pinches cuarteleros— acatando normas sobre la guarnición del lenguado —patatas torneadas, en rigor clásico— o sobre la maldita receta de la auténtica paella. Ni de coña. En cuanto a las academias “irreales”, la cosa va por autonomías. La valenciana cerró no hace mucho la etapa en que Cuchita Lluch inventó la academia foodie: viva el glamour, muera la caspa. Nuestro reconocimiento. En el otro extremo, hay academias regionales de lo más intelectual, con sesiones más o menos ortodoxas y una estricta selección de sus miembros, incluyendo una lección magistral como requisito previo al ingreso.

En el camino de enmedio está la Academia Murciana que preside Rodrigo Borrega: rigor, aunque ni clásico ni autoritario, con una veintena de miembros que no han leído una tesina para serlo, pero casi. Entre ellos, gente que publica libros en editoriales homologadas —Joaquín Pérez Conesa, Mª Adela Díaz Párraga— y no a costa de la promoción gastropolítica de ayuntamientos o diputaciones. Celebran siete u ocho buenas comidas al año: ágapes temáticos, homenajes, sesiones de ingreso, tertulias con invitados… En la última, tuvimos el honor. Un debate de hondo calado giró en torno al overbooking de gastroprescriptores. A modo de conclusión, alguien dijo que, igual que opinión, todos tenemos tarjeta de crédito, pero el saldo varía muchísimo de unos a otros.