Por Lluís Ruiz Soler
Autenticidad, evolución, regularidad, elegancia, empatía y, sobre todo, talento. Son conceptos que se repiten al hablar de L’Escaleta, más que minimalismo o mimetismo. Kiko Moya, que comenzó actualizando la cocina y la despensa de Cocentaina (Alicante), ha construido un estilo arraigado, contemporáneo y personal que crece un poco cada día sin renunciar a una identidad forjada por dos generaciones durante tres décadas.
Uno de los signos de la grandeza de L’Escaleta es la capacidad de mantenerse fiel a su identidad sin dejar de actualizarse día a día, de evolucionar sin ruptura para seguir siendo él mismo, de transmitir renovadas sensaciones de solidez y regularidad. Los uniformes se han aligerado sin perder la elegancia. Alberto Redrado recomienda y sirve los vinos con una sabia empatía que no se improvisa ni se aprende. En la “mesa 0” que atiende en la cocina misma el propio chef, Kiko Moya, todo transcurre con el equilibrio exacto entre la relajación doméstica y la intensidad de la gran experiencia gastronómica.
Los rasgos de estilo se van convirtiendo en actitudes —profesionales, gastronómicas, vitales— también en la cocina. El cocinero no alardea de arroces, pero los prepara como el mejor en sus singulares paellas cuadradas monodosis: por ejemplo, negro. Y no va de “agrochef” para cosechar los laureles de una tendencia en boga, pero el huerto de L’Escaleta, al pie del Montcabrer, le da hortalizas y hierbas. Hace sus propios salazones de anchoa o de bonito y elabora un requesón de leche de higuera que sirve con caviar en uno de los bocados más exquisitos de su menú degustación: entre 45 y 90 euros.
Comienza con la primera entrega de todo un monográfico sobre la almendra: el turrón imperial salado, que abre el apetito con su toque amargo y lo sacia con el paradójico recuerdo del futuro final dulce. Tiene —el menú— uno de sus puntos álgidos en el genial ajoblanco y ajo negro con bonito: más almendra y el espectacular resultado de hornear cabezas enteras a 60 grados durante casi un mes, con más sabor de ciruela pasa que de ajo. Y se completa —el monográfico— con el genial queso de leche de almendra hecho en casa. ¿Que ya habíamos usado el adjetivo “genial”? Se siente. No hay otro para la genial yema de huevo en salazón, con textura de toffee, acompañada de hueva de atún. Ni para el genial pichón reposado: una receta largamente evolucionada a partir de una pastela árabe, con su evocadora condimentación de azafrán, hierbabuena y agua de rosas.
Este naturalismo bien digerido no excluye las “tendencias”: el minimalismo del rape con infusión de venere o el mimetismo del tocinillo de cielo —en realidad, panceta lacada con jugo de naranja— y del postre titulado “en el espíritu de un brioche”. Aunque lo parece, no se trata de harina, yema y mantequilla en un bol para hacer una masa de bollería. Lo más neotradicional y contestano del menú es el agualimón negra con helado de caramelo: homenaje a la “mentireta”. Desde la reinterpretación de la cocina y la despensa locales de sus inicios —han pasado ya 15 años desde que se incorporó al restaurante de su padre y su tío, y unos pocos menos desde que se puso al frente de la cocina—, Kiko Moya ha construido un estilo profundamente arraigado, universalmente contemporáneo, rabiosamente personal.