Los riesgos del turismo gastronómico

España recibe ya más de 80 millones de turistas al año y la cifra sigue creciendo. Eso supone cada año, redondeando, prácticamente dos turistas por cada ciudadano español o, lo que es lo mismo, una inyección económica inmensa que nos ha ayudado a dejar atrás lo más duro de la crisis.

La cifra se traduce en unas 220.000 personas al días moviéndose por el país, visitando monumentos, alojándose en hoteles, hostales, camping o apartamentos y buscando donde comer. Y esto, unido a lo que apuntan las estadísticas respecto a la gastronomía como uno de los motivos principales que hacen que los visitantes opten por España, da una idea de lo que puede suponer este fenómeno para el sector de la restauración.

Turistas y locales se mezclan en el Mercado Central de Valencia

No vamos a poner en duda, sería absurdo, la cantidad de millones de euros que se mueven gracias a este fenómeno, como tampoco sus innegables aportaciones: no sólo ha consolidado a algunos destinos clásicos de sol y playa como algo más (pensemos en el crecimiento gastronómico reciente de Marbella o de Dénia, por poner sólo dos ejemplos) sino que han conseguido que una parte de esos visitantes se desvíen e incluyan lugares a priori alejados de los puntos calientes del turismo en sus rutas: Arriondas, Huelva, Jaén, Castroverde de Campos, Cocentaina, Olot o Rentería reciben hoy gracias a la gastronomía a visitantes que hace unos años ni se habrían planteado acercarse por allí.

Las ventajas, en términos de deslocalización y desestacionalización, son tantas que no tendría sentido rebatirlas. España se ha convertido en una potencia gastronómica global, esto atrae a más turistas y hace que, además, lleguen cada vez a más sitios y lo hagan a lo largo de todo el año. Es algo que debemos celebrar.

Pero es también, al mismo tiempo, algo que debemos manejar con cuidado. De igual manera que el turismo playero de los 60 arrasó algunas zonas de costa dando lugar a formatos actuales de bajo coste e altísimo impacto, corremos el riesgo de que el boom del turismo gastronómico acabe por hacer algo parecido. Es decir, si aquel turismo de desarrollismo salvaje de la costa hubiese tenido en cuenta en su momento los daños colaterales de todo aquel dinero rápido quizás habría conseguido prolongar sus beneficios y evitar haber convertido muchos lugares en destinos de un turismo barato asolados por torres de apartamentos con el cartel de “se alquila” colgado permanentemente.

Porque las cifras de visitantes no lo son todo. O pueden serlo, pero en un sentido y en el otro. Si un pueblo cualquiera recibe un millón de turistas eso tiene su lado bueno, sin ninguna duda, pero ¿Está preparado para recibirlos? ¿Tiene infraestructura y oferta como para hacerlo? Y, sobre todo ¿Cómo afecta eso a su día a día, a la vida de sus ciudadanos? ¿Qué pasa cuando este flujo colapsa el tráfico, o el servicio eléctrico o las tuberías? No es descabellado pensar que, junto con la inyección económica llegue, por un lado, un lote de perjucios imprevistos pero, sobre todo, el efecto Disneyland y que pronto buena parte de la economía de ese pueblo esté basada en los servicios, en dar al turista lo que el turista quiere, quizás a costa de otros sectores productivos, en un entorno cristalizado, momificado; precioso pero muerto.

Y esto, que en abstracto es como no decir nada, se traduce en realidades que deberían hacernos pensar. Por ejemplo, el agradable restaurante tradicional en la playa de un pueblo marinero que sirve arroces a la orilla del mar y que es frecuentado por clientela local deja de serlo cuando entra en las guías o cuando los autobuses de turistas aparcan a su puerta. Pero deja también de serlo cuando pone manteles de hilo en lugar de los de papel, contrata un sumiller especializado y cambia la pizarra con la oferta del día por un menú degustación largo y estrecho. La calidad objetiva de la oferta seguramente crece, pero algo se pierde en el camino. Y cuando este fenómeno lo sufren miles de restaurantes la cuestión se traduce en una pérdida de identidad.

Turistas en el Mercado de Abastos de Santiago de Compostela

Corremos el riesgo de ser lo que los turistas quieren que seamos, de ofrecer lo que quieren: marisco donde se supone que hay que ofrecer marisco, paellas donde toca paella y, por supuesto, menús gastronómicos, técnicos y sorprendentes, que para eso hemos vendido que somos el país de elBulli y de la creatividad. Todo eso está bien, genera ingresos, opciones en lugares con una economía un poco más deprimida y en buena medida fomenta la creatividad y la iniciativa empresarial. Pero nada es blanco o negro, así que debemos valorar también toda la escala de grises que implica esta opción.

Muchos centros urbanos son ya parques temáticos al servicio del turista en los que es imposible vivir. Podemos pensar en Barcelona, en Granada o, en determinadas épocas, en zonas de Madrid, de Sevilla, de Santiago, de Córdoba, de San Sebastián o de Salamanca. Deja mucho dinero, es verdad, pero a un coste cada vez más alto. Otro tanto pasa con mercados como La Boquería o el Central de Valencia, cada vez más momificados en lo que el turista quiere y menos enfocado a lo que el cliente local necesita.

Los centros turísticos ven como los restaurantes tradicionales desaparecen y son sustituidos por locales –seguramente muy rentables- que venden paellas congeladas y sangría. O en casos menos tristes pero igualmente transformadores restaurantes gastronómicos en los que el 70 o el 80% de la clientela es foránea. Si el turista espera paella se le pone paella aunque estemos en Córdoba; si busca marisco porque está en Galicia se le ofrece marisco en cualquier restaurante de Ourense, aunque esté a 100 km de la costa y allí no haya sido nunca parte de la oferta tradicional. Si lo que busca es eso que ellos llaman cocina molecular los barrios turísticos se llenarán de restaurantes con una oferta enfocada en esa dirección. Y al mismo tiempo la diversidad de los restaurantes locales, las formas tradicionales de comer en esa ciudad, irán cediendo terreno hasta desaparecer.

Corremos el riesgo de convertirnos gastronómicamente en el país que está en la imaginación de los turistas, en el país de la dieta mediterránea ¿También en la montaña asturiana o en el corazón de Guipúzcoa? De los ibéricos ¿En el Pirineo de Huesca? De los aceites de oliva ¿En el Cantábrico de Lugo? Y de que esa uniformización tan rentable se cobre por el camino un altísimo peaje en diversidad. De la misma forma que jamón, paella y aceite se hacen fuertes en el imaginario del visitante muchas especialidades locales pasan desapercibidas para ellos y, como no las conocen, van desapareciendo de la oferta. Nos arriesgamos a convertirnos en lo que les gusta imaginar que somos y no en lo que realmente hemos sido siempre. Es una encrucijada complicada en la que no existen atajos ni soluciones fáciles. Pero precisamente por eso hay que estar especialmente atento a las opciones y a sus consecuencias.

El turismo, incluido el gastronómico, deja aquí mucho dinero. Y seguramente dejará más en los próximos años. Sin embargo, debemos ser conscientes de lo que esto implica, al menos para tratar de mitigarlo ahora que todavía estamos a tiempo y hacer lo posible por mantener viva la diversidad de ofertas, de productos y de opciones, por   preservar aquello que nos convierte en una auténtica potencia gastronómica. Debemos hacer ese esfuerzo, incluso ahora que el dinero llega con facilidad, o acabaremos convirtiéndonos en el parque temático de la gastronomía mediterránea que el turista del norte de Europa siempre quiso disfrutar; en el país de camareros que le da al visitante lo que quiere y que se conforma afirmando que tiene la alta gastronomía más barata del mundo. Si, es cierto. Ahora toca pensar por qué es tan barata y dónde nos sitúa eso.

JORGE GUITIÁN