Por Pepe Barrena
¿Para cuándo una estatua, un monumento, al camarero del barrio que nos endulza nuestra monótona existencia? Vista la nadería, parece que estos esforzados currantes no pueden compartir honores esculpidos en placas, piedras y bronces con las figuras de políticos, empresarios, mecenas, poetas, bailarines, militares y otros especímenes, ni siquiera con los cocineros y otros personajes de la gastronomía elevados a la categoría de estrellas de la sociedad. Que pregunten a la plebe por los verdaderos hacedores de felicidad. Que dictamine el pueblo llano si encima del pedestal ha de reposar el busto de ese alcalde que se llenó los bolsillos dando manga ancha a los constructores o, por el contrario, la talla silente ha de ser la cara simpática del Manolito de turno que tanto da la bienvenida como regala al oído un chiste reconfortante o una perorata que alivia las penas.
Me viene esta confidencia paseando por Sevilla, que precisamente no me recibe con un olor especial y sí con tertulias y debates sobre las estatuas de la ciudad, muchas de ellas enjauladas para el retoque y otras a punto de sellar el asfalto con polémica de la gorda incluida. Resulta que el sevillano, como se sabe, gusta de la tradición en estos asuntos: Manolo Caracol en su silla, San Fernando con su caballo, Bécquer con sus damiselas, Curro con su muleta, Velázquez con su paleta. Cuando aparece un Chillida o cualquier otro apunte minimalista o conceptual —eso que está tan de moda en los despachos culturales— lo envían a coger ostras, lo que metafóricamente expresa la indiferencia de los transeúntes. Ello implica que el gentío quiere protagonistas y símbolos palpables y respetados, a pesar de estar destinados por lo general a ser meados por los borrachines, cagados por las palomas, pintados por los desaprensivos o decorados con atrezzo de litronas y papelería variada. Con la gracia innata del andaluz y a tenor del andamiaje de las estatuas sevillanas, por las fechas que allí recalé, un periodista local decía: “Parece mentira, los ilustres en la jaula y los marranos, fuera”.
Dicho lo cual, insisto en mi proposición de levantar una efigie al camarero. Debería ser, para que la representación sea lo más verídica posible, una figura acompañada de una tapa o tentempié. Luego estaría lo de la pose, con el cuerpo erguido, la mirada controladora y un leve escorzo como dirigido a la cocina pidiendo ¡otra de gambas! En la mano debería portar una copa de vino con ademán galante de traspasar la barra y el gesto de la cara, sin duda lo más difícil, debería irradiar confianza, seguridad, ganas de pedirle al caballero otra ronda para saborear su amistad. Con este porte torero que incita al alterne sin prisas estaríamos demostrando al mundo la sabiduría de nuestras costumbres cotidianas, el ritual de atizarse un aperitivo como Dios manda.
Y cierro sin olvidarme de esos cochinos que todo lo ensucian. Solo les pido, en atención a estos “confesores” que tantas horas nos otorgan, que en vez de sprays, botellones y caquitas, siembren el macizo de conchas de mejillones, cáscaras de frutos secos, migas de pan o algún que otro palillo con resto de tortillita de patatas. Garantizo que nadie, al contemplar la escultura, dirá aquello tan escuchado en la Feria de Arte Contemporáneo: “¿Pero esto qué coño es?” Un camarero forma parte de nuestra vida. Dediquémosle un monumento.