En la vida ha pasado uno ya por suficientes desencantos y ha conocido bastantes flores de un día como para tender a desconfiar de descubrimientos, de carreras meteóricas y, en general, de casi todo lo que no venga avalado por una trayectoria gradual y progresiva. Porque creo en el talento innato, pero creo también –quizás más- en el valor de la experiencia. Esta segunda sin el primero tendrá siempre un techo, es verdad, pero el talento sin el equilibrio que le proporciona la formación que otorga el recorrido tiene todas las papeletas para acabar dando pocos frutos interesantes.
Conozco –los conocemos todos- los suficientes casos de talentos arruinados prematuramente por un exceso de atención mediática, por la convicción de que una vez descubiertos simplemente tendrían que seguir viviendo de su genio natural, de que todo les saldría bien porque, ellos sí, eran especiales. El ego tiende a ser un peligro cuando no se maneja bien. Y sumado a la juventud ha llevado a más de una trayectoria prometedora a callejones profesionales bastante tristes.
Y aun así confieso que me deslumbró la madurez de algunos platos de Nanín Pérez, un cocinero que pasó no hace mucho la mitad de su veintena y que, al acabar la comida se acerca a la mesa, pregunta con curiosidad, escucha y explica. Porque en su cocina todo tiene un sentido y esto, que puede parecer una obviedad, algo que debería darse por supuesto, no lo es, por desgracia, en absoluto. Esa búsqueda del sentido queda clara ya antes de que el cocinero se acerque a la mesa, a partir de los primeros pasos del menú.
No quiero decir con todo esto que Nanín y Murri carezcan de metas o de ambición. No lo creo y pienso, además, que no sería bueno. Pero entre tener metas y pasarse de frenada hay un largo trecho, precisamente ese en el que la cocina del alicantino se mueve con soltura.
Es ahí, en ese campo que revisa el imaginario gastronómico cercano sin caer nunca en la obviedad en el que aparecen propuestas como el caldo de pollo y mostaza silvestre con vinagre de Jerez, semisalazón de mújol, marcona y ajo asado. Salazones, almendras, sí. Acidez, potencia, untuosidad. La tradición, elegante ya por si misma, se reviste con una capa adicional de matices que la alejan de lo previsible.
La marinera que se reinventa, en esa misma clave: el pan es en este caso una sopa, la ensaladilla juega con el crujiente de nabo y chirivía, que aportan matices terrosos, vegetales, punzantes en un caso y dulces en el otro.Y este enfoque va un paso más allá cuando lo local juguetea con la el producto noble más tradicional y, al mismo tiempo, con el más humilde: sepionets, caldo de ibérico, alubias, foie. Complejidad y amabilidad, riesgo, territorio y falta de complejos en cada bocado.
Verduras asadas y encurtidas, jugo de escabeche de mejillón, edamame. La escuela de Camarena se deja ver en este plato, esa escuela que es ya, en realidad, mucho más que un cocinero y está pasando a convertirse en un rasgo de una nueva cocina valenciana que busca la pureza del producto más inmediato en caldos, en verduras que se reivindican en todo su potencial, en platos esencialmente vegetales que dignifican la huerta, tal como ocurre con las setas y alcachofas en bagna cauda que llegarán a continuación.
Pargo, gianduja de tendones. Al leerlo pienso que tal vez aquí esté ese famoso pasarse de frenada al que aludía. Y, visto lo anterior, tampoco me parecería tan grave. Cuatro bocados con identidad y con sentido tras los que llegue uno más arriesgado que tal vez se excede en sus pretensiones es un balance que estoy dispuesto a asumir. Y sin embargo no hace falta- Yodo, cacao, colágeno, destellos cárnicos, la avellana que suma a esta combinación improbable textura que remite, más bien, a una cocina de la caza por potencia y melosidad, matices grasos, que domestica de algún modo la intensidad del cacao. Qué buen plato.
La pularda, bogavante y tendones aparece en dos servicios: el arroz con trufa, potente, fantástico a pesar de optar por un grano arborio cuando, al menos desde un punto de vista romántico yo habría pensado más en una variedad local. Pero dejando a un lado fijaciones personales también ese grano está trabajado de una manera milimétrica, pleno de sabor y con cuerpo.
En el segundo servicio llega la pularda sobre un fondo de bogavante potente, unos puntos de yema curada y láminas de almendra. Un mar y montaña interesante, valiente, de nuevo con un caldo haciéndose con el conjunto. La carne del ave, ligeramente seca, gana untuosidad con la crema y con la yema.
El equilibrio entre juventud y sentido común, riesgo y oficio, creatividad y esencia local se mantiene en los postres. Por un lado el ceviche de frutas con sésamo garrapiñado y coco, toda una explosión de frescor que, pese a su enunciando, no renuncia a guiños a lo más próximo y, por otro, con una vinculación más evidente con lo inmediato, con la memoria dulce, la pera asada con fondillón y azafrán. Sabores netos que no compiten entre sí y que se ensamblan para terminar el menú con un alegato a favor de otro alicante posible, inédito aunque de mimbres familiares, para una cocina dulce contemporánea.
La juventud como estilo suele relacionarse con connotaciones no siempre positivas: exceso de confianza, falta de bagaje, ambición poco controlada. No es, como comentaba al inicio del texto, el caso de Nanín ni de la propuesta de Murri. Hay una visión inédita del entorno, pero hay también un repertorio mental que transluce en algunos platos y al que no se renuncia, hay una propuesta ambiciosa pero hay, al mismo tiempo, camino por recorrer. En ningún momento tiene uno la sensación de estar ante vías que se agotan sino más bien la de asomarse a caminos que se están explorando pero que tienen aún mucho trazado por delante, vías que se abren, de las que conocemos el arranque pero no el desarrollo. Esa es la cocina revelación que hace que uno entienda que los prejuicios están, en algunas –felices- ocasiones, para olvidarse de ellos, la que llega a un alicante vibrante en este momento -Monastrell, Brel, ProBar, La Ereta, La Taberna del Gourmet, El Portal, Manero, Terre, Baeza & Rufete, Nou Manolín, El Piripi- y se hace un hueco a base de ideas y de raíces.