En la vorágine de la cocina moderna por buscar influencias, sabores y técnicas con las que sorprender, las cocinas internacionales se han mostrado como una de las principales fuentes a las que recurrir. Primero fue la reinterpretación de platos tradicionales pero, cuando se agotó el filón, comenzó la búsqueda por referencias cada vez más exóticas. Asia se puso en el punto de mira y japo, thai o chino se convirtieron en apelativos necesarios para explicar los platos.
Pero, hete aquí, que todo se agota y, para seguir afincado en la sorpresa, no queda otra que renovar referencias y avanzar en la vuelta al mundo de los sabores. Esta vez ha sido cruzando el Pacífico (en sentido inverso al de Elcano) para instalarnos en América. Mexico y Perú son el ahora la madre de todas las influencias.
En este contexto, Junior Franco, ha sabido llegar en el momento exacto. Con la ventaja de que no necesita buscar influencias, las trae. De su Colombia natal y de Riff, DiverXo, Kabuki y Suculent donde ha desarrollado su músculo culinario. Con su propuesta en Origen Clandestino aprovecha la oportunidad de un público que ya no se asusta del picante del ají, del sabor ajabonado del cilantro (es curioso como ahora redescubrimos una planta que es de origen mediterráneo y que nos viene de vuelta después de ser uno de los aportes del Viejo Mundo a la cocina americana), de las innumerables variedades de maíz, los ácidos imposibles de los ceviches, las cocciones particulares de los sancochados o la cocina de los despojos.
Origen Clandestino responde a la perfección a la cocina que está de moda. Pero no quieran ver postureo donde sólo hay convicción. Y buen hacer. El pequeño local se plantea como un taller gastronómico, es decir no hay carta, ni tan siquiera menú degustación. El comensal elige entre menús de seis, ocho o diez platos y el cocinero dispone de acuerdo a su criterio. Una forma inteligente de jugar con la sorpresa y también -¿por qué no?- de ajustar los costes.
La cocina de Junior Franco, que apenas alcanza la treintena, rezuma frescura y atrevimiento. El mismo la define como una fusión americana, asiática y europea, aunque en realidad, con esos ascendientes, apunta maneras hacia un estilo propio, una forma de hacer que configura platos coherentes y redondos sin que chirríen esos retazos de influencias que convierten a otros cocineros “de fusión” en auténticos Dr. Frankenstein.
En el arranque del menú un acompasado cebiche de bogavante y un sorprendente “De la lengua al rabo” donde sublima y hace amable la cocina de los despojos. En este plato, la lengua se presenta con una textura de paté, después de ser cocida, triturada y mezclada con alcaparras que agudizan su sabor, mientras que el rabo está en el guiso del interior de una patada rellena. Mucho sabor en un prólogo que fija un nivel muy alto.
Más previsible es el cebiche de quisquilla con lulo y yuzu, presentado sobre un crujiente de plátano macho que resulta un poco tosco. Y con el “Marmijapo”, Franco ejercita su capacidad de fusión al unir el tartar de atún al tradicional marmitako. Con un caldo de emperador liga los sabores del atún crudo, patata y pimientos lágrima. Una buena idea a la que, sin embargo, le falta una punzada de sabor para redondear la combinación.
Como platos fuertes, aunque en la práctica todo son raciones de un tamaño más que considerable, una versión del sancocho de merluza. Un plato que para Franco juega con los sabores de la memoria, pero que a nosotros nos lleva a descubrir otros horizontes en la cocina de cuchara. Y, de remate, una costilla de vaca cocinada a baja temperatura con frijoles y pak choy. Fusión de nuevo acertada, desdibujada en este caso por un corregible error de cocina. La costilla había sido planchada en exceso para conseguir la caramelización que proporciona la reacción de Maillard, lo que arruinaba en parte la terneza de la baja temperatura.
En los postres, un juego de nuevo entre sabores de la memoria colombiana de Junior como el «Arequipe Pai» -una combinación de plátano, dulce de leche y crumble- y el atrevimiento de un sorbete de lulo y fisalis con sidra texturizada, en el que comenzamos preparando la boca con un grano de pimienta sansho. “Play food” y sensaciones extremas que nos devuelven al espíritu que Franco quiere imprimir a Origen Clandestino.
Entre lo mejorable, ese ambiente tan, tan hipster que nos va a obligar a convertirnos en hater. Con sillas desparejadas e incómodas, mucha madera y óxido y una estética pretendidamente vintage en los adornos, pero que más bien nos recuerda a los trastos viejos del trastero del abuelo. Y todo ello en un local pequeño con la cocina a la vista, poca luz y con niveles de ruido y calor por encima de lo deseable. Un peaje que se paga con gusto cuando la comida llega a la mesa y, que se disculpa, cuando se comprende que a nadie le sirven en bandeja el local de su vida cuando empieza desde abajo. JOSÉ RAMÓN NAVARRO PAREJA