¿Sigue haciendo falta la crítica gastronómica? La pregunta nace de un creciente ambiente de hostilidad que se va haciendo hueco dentro del sector en los últimos años; de una tensión palpable que hace que tal vez tengamos que replantearnos las cosas o, cuanto menos, analizar qué está pasando.
El último episodio de este fenómeno lo vivíamos apenas hace unos días. El periodista gastronómico Ignacio Medina escribía un artículo, incisivo y duro, pero seguramente necesario, en el que ponía el dedo en más de una herida del actual panorama culinario español. Las reacciones no se hicieron esperar ¿Qué necesidad hay de hablar de lo que no ha gustado? ¿Hay algún interés oculto detrás de esa necesidad de sacar a la luz las partes menos bonitas del negocio?. Pues la verdad es que no. Es algo que, aunque nos sorprenda, tiene un nombre desde hace bastante tiempo: crítica gastronómica.
La crítica gastronómica, por mucho que parezca tomarnos por sorpresa, no consiste en decir sólo lo que se quiere escuchar. Eso se llama publicidad y lo llevan en otro departamento. La crítica tampoco consiste en hablar únicamente de un plato o de una comida en tal o cual restaurante. La crítica es –debe ser– un ejercicio crítico, como su nombre indica, que sopese y valore todo lo que tiene que ver con una experiencia gastronómica desde un punto de vista contextualizado.
En ese sentido, la crítica puede hablar de un plato, de una cena, de la trayectoria de un restaurante a lo largo del tiempo, pero también del panorama gastronómico en un sentido más amplio, de sus tendencias y también de sus defectos, de hacia dónde va, cuáles parecen ser las normas generales y, en consecuencia, qué elementos pueden estar fallando o cuáles pueden resultar menos interesantes.
La crítica, además de valorar lo positivo, tiene que señalar las partes menos agradables de una experiencia o de un proyecto si las considera relevantes, por mucho que aquí esto no se haga siempre.
Tenemos un problema serio en este punto. Un problema de expectativas y de complacencia. La crítica, además de valorar lo positivo, tiene que señalar las partes menos agradables de una experiencia o de un proyecto si las considera relevantes, por mucho que aquí esto no se haga siempre. No hay más que darle un vistazo a las críticas que se hacen en otros países -Jay Rayner en The Guardian o Pete Wells en The New York Times, por ejemplo- para darse cuenta de que no solo no siempre dicen lo que el restaurante quiere escuchar sino que en ocasiones lo dicen de una manera tan directa que aquí resulta sencillamente impensable.
¿Son peores profesionales? ¿Desean acabar con el sector gastronómico? ¿Han perdido el norte? No parece probable. Tal vez es, sencillamente, que ese es su trabajo. La cuestión es que como aquí eso es algo inaudito, cuando alguien hace notar cualquier cosa que se sale de la línea más complaciente nos lo tomamos a la tremenda. Tenemos la piel demasiado fina y olvidamos que el trabajo del crítico no es darnos masajes y bálsamos en ella sino analizar la realidad, nos guste o no. Y, no, siento comunicar que decir que a un plato tal vez le iría bien un punto más de acidez, que es a lo máximo que se llega por aquí en muchos casos, no es ninguna crítica demoledora.
Vamos a ser claros: si le concedemos al crítico una cierta credibilidad cuando habla estupendamente de nuestro restaurante habrá que concedérsela también cuando algo no le gusta. O, si nos empeñamos en que esa persona no sabe de que habla, estaremos asumiendo que tampoco sabía cuando decía lo bien que lo estábamos haciendo. Es así de simple. No estoy haciendo aquí una defensa de la crueldad innecesaria, pero sí de la necesidad de que el crítico, si lo considera preciso, hable también de aquello que le gustó menos o que le parece menos interesante.
Esa persona, que tal vez lleva 20, 30 o 40 años escribiendo sobre estos temas, que habrá visitado cientos o miles de restaurantes, que tal vez escribía ya antes de que el cocinero llegase a su primer puesto del primer restaurante en el que le abrieron la puerta de la cocina cuando era poco más que un adolescente, seguramente ha pasado miles de horas leyendo sobre el tema, habrá viajado, habrá asistido a cientos de congresos, charlas y showcookings. Es posible que él mismo haya dado lugar a muchos de esos eventos porque creía que había algo interesante que contar. Cabe la posibilidad, incluso, de que haya estado en más de una cocina, de que se haya formado en la parte práctica del trabajo de restaurante (por mucho que esto no resulte necesario para su trabajo), que tenga relación con cocineros, productores y empresarios del sector, que dé clases en centros de prestigio que forman a cocineros. Y, de pronto, al probar tu plato se ha vuelto idiota de golpe y ha perdido el criterio ¿En serio?
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¿No será más fácil pensar que cabe la posibilidad de que ese plato no sea una gran cosa desde su punto de vista y que eso no tiene por qué suponer ni intereses ocultos, ni un odio personal hacia ti ni ningún tipo de conspiración? No todo es perfecto. Y no pasa nada. Vayamos madurando, que ya toca.
La crítica es un ejercicio de análisis. Y en esto la gastronomía no es nada especial. Hace siglos –repito: siglos– que se hace crítica de arte, de arquitectura, más recientemente (los últimos ciento y pico años) de fotografía o de cine, de diseño, pero también de literatura, de moda, de televisión, de interiorismo… No somos tan especiales, ni siquiera en eso. Así que por una vez, tal vez, podemos levantar la vista de nuestro ombligo, mirar más allá y ver qué pasa en esos otros lugares, en los que la crítica no ha acabado con el sector hasta el momento. No ha explotado nada, nada está roto. No hay bajas que lamentar hasta la fecha. Y, creedme, ha habido críticas mucho más demoledoras que las que hemos leído en los últimos años alrededor de la gastronomía española.
No somos tan especiales, ni siquiera en eso. Así que por una vez, tal vez, podemos levantar la vista de nuestro ombligo, mirar más allá y ver qué pasa en esos otros lugares, en los que la crítica no ha acabado con el sector hasta el momento. No ha explotado nada, nada está roto.
La crítica analiza un sector en su contexto, lo valora. Y, no, la crítica no la hacen los cocineros porque, aunque parezca mentira, no saben más del tema (el tema es la crítica, en este caso, no la cocina práctica). Kubrick no criticaba sus propias películas, Norman Foster no critica sus proyectos arquitectónicos, Hemingway no criticaba sus relatos cortos ¿Hay que explicar esto a estas alturas de la película?
Es otra persona, que seguramente ni hace cine, ni construye ni escribe igual de bien, quien tiene las herramientas para hacerlo. Es posible, incluso, de que esa persona se haya formado y le haya dedicado tantas horas, al menos, como tú a tu profesión, por lo que, del mismo modo que tú exiges respeto, tal vez había que tenérselo a él. Sólo tal vez. Y esa crítica, también la negativa, es la que ha ayudado a dotar de contexto a obras concretas, artistas y corrientes a lo largo de la historia.
De todos modos, si el cocinero se alegra de la buena crítica de ese autor en concreto, la comparte en sus redes sociales, a veces la cuelga en su web o en la pared del local, sube una foto a Instagram hablando de ese “gran profesional y mejor persona” y a continuación se queja de la falta de criterio cuando esa persona dice algo que no le gusta, me temo –siento decirlo– que no sea el crítico el que está demostrando falta de criterio. Pensemos sobre ello.
A pesar de que en España hemos tenido tradicionalmente, y seguimos teniendo, magníficos ejemplos de crítica, en los últimos años el cóctel medios-publicidad-agencia-eventos-saraos televisivos-cocineros estrella ha distorsionado en cierta medida nuestra visión de la realidad y, digámoslo todo, ha bajado el nivel medio. La crítica tiene que ser constructiva, pero eso no quiere decir que tenga que darnos palmaditas en la espalda todos los días, sino que tiene que ser sólida y digna de confianza, una visión desde fuera y desinteresada en la medida de lo posible.
Por desgracia eso implica que, en ocasiones, tiene que decir cosas que no van a gustar. Tal vez lo que nos quede por hacer al respecto sea madurar, entender que ni siquiera nosotros somos perfectos y que si alguien nos señala un fallo no quiere acabar con nuestro trabajo ni con el de nosecuántas familias, no ha dormido mal, no tiene ningún problema personal ni nada en concreto contra nosotros. Quizás, simplemente, está apuntando algo que no le parece que sea lo más adecuado, está siendo honesto y dando una opinión sincera. Y tal vez eso nos ayude a detenernos ante el problema, reflexionar y puede que, incluso, a darle una vuelta.
O eso o asumimos que, como en el patio del colegio, aquel niño nos tiene manía. Que todo puede ser en esta vida.
JORGE GUITIÁN