Sobremesa olímpica

Londres, Inglaterra y su imperio tienen un rico patrimonio gastronómico que la restauración más mediática y la XXX Olimpiada han situado en el pódium.

“El libro de oro de la cocina española”, obra en ocho volúmenes que captó nuestra atención a principios de los noventa por la vajilla que regalaban al comprarla, se presentaba así: “Es creencia general que son dos los países que tienen la mejor cocina del mundo. Y que tales países, continentales —China y Francia—, están al lado de los otros dos que tienen la peor —Inglaterra y Japón—, que son insulares”. Este disparatado comentario ya estaba fuera de lugar hace 20 años e incluso 40, al menos en cuanto a la cocina japonesa. En efecto, al margen de la moda del sushi, la gastronomía nipona comenzó en los setenta a imponer en Occidente su estética colorida y minimalista o sus cocciones entre breves e inexistentes, en unas tendencias que se han universalizado abrumadoramente. Pero, en cualquier caso, la propia idea de que pueda existir “la peor cocina del mundo” resulta xenófoba y etnocéntrica.

Tampoco la inglesa lo ha sido nunca y menos desde que el ranking The World’s 50 Best Restaurants, made in London, se ha convertido en referencia internacional. El británico Heston Blumenthal llegó a encabezarlo en 2005 y en su última edición protagonizó una de sus más sonadas sorpresas: el Dinner de Londres, la opción menos ambiciosa de Blumenthal, estaba varios puestos por encima de The Fat Duck, su restaurante de relumbrón. El caso es que el fenómeno Blumenthal, el cocinero molecular británico, no ha caído de un guindo, sino que partió de la reinterpretación vanguardista de una tradición gastronómica enormemente rica y con una despensa inagotablemente diversa.

IGNOMINIA GASTRONÓMICA

Nunca ha sido creíble que en Inglaterra reine la ignominia gastronómica. Los ingleses preparan excelentes pasteles dulces y salados, asan con tino sus inmejorables carnes y fríen de manera peculiar el pescado de sus extensas costas en sus singulares “fish & chips”. En muchos pubs, del roast beef, del pastel de ternera y riñones o del cordero asado con salsa de menta se puede decir cualquier cosa menos que carezcan de interés gastronómico. Los inventores del oporto, el madeira, el jerez, el burdeos y el gintónic elaboran el stilton, el cheddar, el cheshire y otros quesos magníficos. Han creado condimentos y salsas en sus colonias —la salsa perrin’s o el chutney— que ponen de manifiesto cualquier cosa menos indiferencia hacia lo gastronómico y universalizaron el curry y la cocina india: probablemente, la protagonista de la próxima revolución gastronómica. Desarrollaron la cultura del té y la del aguardiente, y tienen en su vitrina de trofeos gastronómicos más medallas que muchos otros países. Su poderío colonial hace de Londres la capital universal de las cocinas asiáticas y de fusión, que están desde hace décadas a la cabeza de las tendencias foodie. Muchos de los mercados londinenses tienen el enorme atractivo gastronómico de lo auténtico o de lo exótico —Spitalfields, Portobello, Borough, Brixton— y Harrod’s o Fortnum & Mason son auténticos santuarios gourmet.

La inglesa es, a fin de cuentas, una cultura diferente a la nuestra y no podemos medirla con nuestro propio rasero. La cocina británica ha vivido una evolución —o una falta de evolución— marcada por una autosuficiencia orográfica y cultural —la insularidad física y mental— y su cocina clásica —verbigracia, sus asados— es aproximadamente la de la Europa renacentista: cualquier cosa menos algo carente de atractivo.

ANTES Y DESPUÉS DE LOS JUEGOS

Por si fuera poco, unos Juegos Olímpicos marcan un antes y un después en la ciudad que los organiza, en su restauración y en su gastronomía. Noma, el restaurante de Copenhague que encabeza las últimas ediciones de The World’s 50 Best Restaurants, ha abierto una sede temporal en el hotel Claridge’s de Londres durante los Juegos. Antes, se celebró el festival gastronómico Taste of London, en el que decenas de restaurantes, chefs y bartenders mostraron las novedades con las que se preparaban para recibir a cientos de miles de personas. En las antípodas de la indiferencia hacia la alimentación, la municipalidad londinense aludió al carácter antiolímpico de sponsors como MacDonald’s o Coca-Cola, presuntos implicados en la pandemia de obesidad infantil que azota a Occidente, pero el Comité le replicó que tales patrocinios cubren hasta un 40% del coste de los Juegos. La mismísima British Airways ha incorporado a sus vuelos unos menús olímpicos diseñados por Simon Hulstone y avalados por su maestro Blumenthal. Y hasta la antorcha olímpica tuvo como relevista a Jamie Oliver, el chef chanchipiruli que toda madre desearía como yerno. LLUÍS RUIZ SOLER