Somos lo que comemos

MaizPor Lluís Ruiz Soler

Del cereal americano que alimenta pollos, vacas y peces se extraen numerosos aditivos frecuentes en el supermercado. El maíz está presente, aun de forma indirecta, en buena parte de los alimentos que consumimos habitualmente. El fenómeno tiene amplias ramificaciones que afectan a la diversidad biológica, pero también a la cultural y a la identidad.

Cada civilización tiene su cereal totémico: el trigo en el Mediterráneo, el maíz en América, el arroz en China… Muchas veces, el cereal en cuestión adquiere un valor simbólico medular: el trigo es el cuerpo de Cristo en la eucaristía católica y el maíz representa a la divinidad en las ceremonias de los amerindios. El cereal de cada civilización juega también un importante papel económico. El maíz tuvo valor de moneda para algunas tribus americanas y la necesidad de trigo impulsó a los romanos a extender su imperio hasta las latitudes donde el grano que alimentaba a sus legiones dejaba de ser cultivable.

Si el cereal de cada cultura llega a ser un símbolo o un bien económico es porque, ante todo, constituye la base de su alimentación. Si “somos lo que comemos”, los aztecas son maíz, los chinos son arroz y los descendientes de los romanos somos trigo. Pero ¿qué somos los “occidentales”? Nuestra civilización es fruto de una fusión euroamericana y nosotros, alimentariamente hablando, somos mitad maíz y mitad trigo: cada vez, más maíz y menos trigo. A pesar de que el pan nuestro de cada día lo seguimos haciendo con trigo, cada vez comemos más maíz, aunque sea indirectamente o sin saberlo, y no sólo porque los pollos —los huevos—, las vacas —la carne, la leche y sus derivados— e incluso muchos de los peces que consumimos se han alimentado con ese cereal, sino también porque el zea mays —la especie que ocupa una mayor superficie del planeta después del homo sapiens— está, a veces camuflado, entre los ingredientes de muchos de los productos que encontramos en el supermercado.

Como paradigma, unos nuggets: carne de pollo alimentado con maíz, rebozada en harina de maíz que se adhiere con almidón de maíz, frito en aceite de maíz, con tartracina como colorante —el mismo que usamos frecuentemente para el arroz— y ácido cítrico como conservante, extraídos ambos del maíz. Si lo acompañamos con una cerveza o con un refresco —edulcorado con HFCS—, estamos bebiendo probablemente maíz. También puede ser que comamos maíz por medio de sus derivados cuando en la etiqueta leemos maltodextrina, fructosa, ácido ascórbico, lecitina, dextrosa, ácido láctico, lisina, maltosa, polioles, caramelo como colorante o xantana como gelificante, aditivos que en muchos casos, por cierto, se usan también en la cocina de vanguardia.

Si optamos por las frutas o las hortalizas frescas, a lo mejor las han abrillantado con cera extraída del maíz, como el pesticida con que las trataron en el campo y el barniz que le dieron al embalaje. Es posible que la bolsa donde tiramos los restos esté hecha de maíz, igual que el dentífrico con el que nos cepillamos los dientes. Una cuarta parte de los productos del supermercado llevan alguna forma de maíz. Cada vez comemos más maíz y somos más maíz. Más globalmente occidentales.