¿Sufren las ostras?

Frente al vegetarianismo de los que apelan a lo saludable o lo natural, está el de quienes reivindican el derecho de los animales a la vida. Una tendencia que gana adeptos en Estados Unidos reivindica los derechos de cada animal como individuo, comenzando por el derecho a la vida. Los vegetarianos de base moral sitúan la frontera de lo comestible en un curioso punto: tener cara o no.

En la isla californiana de Santa Cruz, apostaron décadas atrás por crear granjas porcinas que duraron el tiempo necesario como para que se escaparan los suficientes ejemplares capaces de consolidar una próspera población de cerdos salvajes. Su voracidad bellotera ha diezmado los bosques de roble autóctono y su afición a remover la tierra ha arrasado la flora del lugar, integrada por plantas adaptadas a un suelo compacto, mientras proliferaban otras totalmente extrañas a ella, como el hinojo. Además, la abundancia de presas fáciles —los lechones— atrajo a numerosas águilas doradas, que casi han acabado, de paso, con reptiles y roedores. Y con un zorro endémico del que ya quedan muy pocos individuos. En cambio, el águila calva propia de la isla, más pequeña y menos expeditiva a la hora de cazar, se ha quedado prácticamente sin comida y sin descendencia.

Ante semejante desbarajuste ecológico, las autoridades medioambientales pretenden acabar con los cerdos salvajes y hacer que se restablezca el equilibrio natural, alterado por la acción invasiva del hombre. Se trata de sacrificar miles de cerdos ajenos al ecosistema del lugar para asegurar la continuidad de numerosas especies animales y vegetales naturalmente arraigadas. Pero, cuando los ecologistas estaban por fin de acuerdo, la iniciativa chocó con la férrea oposición de los defensores de los animales. Frente a aquellos, preocupados por las especies y los ecosistemas, estos reivindican los derechos de cada animal como individuo, comenzando por el derecho a la vida.

Ese modo de ver las cosas gana adeptos en EEUU y cuenta entre sus líderes con aclamados filósofos, defensores de la idea de que la única diferencia evolutiva entre el homo sapiens y las demás especies es su coeficiente intelectual: si eso legitima al hombre para matar a un animal, le permitiría hacer lo mismo con un niño o con un disminuido psíquico. Ante la evidencia de que los animales se matan también entre ellos en su estado natural, Peter Singer se muestra partidario incluso de alguna intervención humana que lo impida. John Maxwell Coetzee, por su parte, asegura que, igual que la humanidad abomina de la esclavitud desde que aceptó que los negros también tienen alma, las generaciones futuras considerarán, cuando se reconozca el derecho a la vida como principio universal, que las granjas y los mataderos son el crimen más horripilante jamás cometido.

El país de la obesidad epidémica es también el que censa más vegetarianos: un 18% de los yanquis no comen carne. Junto a los que lo hacen apelando a lo saludable o lo natural, cada vez son más quienes renuncian a las proteínas animales por razones morales y sitúan la frontera de lo comestible en un curioso punto: tener cara o no. Las ostras, por lo visto, no sufren.

LLUÍS RUIZ SOLER