Tapas suicidas

Por Pepe Barrena

Una irresponsable futuróloga al mando del departamento turístico de una ciudad del norte peninsular ha proclamado: “Vamos a exportar el pintxopote”. Palabro tan fino y elegante corresponde a una jornada semanal en la que un grupo de bares ofertan a la multitud una tapa y un vino —”pintxo” y “pote”, en el argot vascuence de las cuadrillas que frecuentan las barras—, a precios irrisorios, para llenar las calles y dar ambiente a la triste realidad de nuestra hostelería. No es una fórmula nueva, aunque la ilustre funcionaria lo crea, pues promociones de este tipo se llevan desarrollando hace muchos años en establecimientos de todo pelaje y en muchas geografías. Del “TapaVino” al “Dos por Uno y Te Damos Caña”, la oferta es inmensa.

Lo que no acaba de comprender la susodicha es la tumba que los propios hosteleros se están cavando con estas efímeras y equivocadas acciones. ¿Recordará la señora cómo las salas de los cines se fueron vaciando a raíz del día del espectador? O tal vez haya que referenciar la hecatombe que para las tiendas de moda supuso la incidencia de las rebajas. ¿Quién va a salir de potes un frío lunes, martes o miércoles de invierno si el jueves tiene lo mismo a mitad de precio? ¿Podrá el hostelero garantizar un vino y un tentempié de calidad a un euro? ¿Repercute ese efecto llamada en el resto de los restaurantes y establecimientos de la ciudad que no se sumen a la iniciativa?

Son preguntas con respuesta contundente: el suicidio de la hostelería. Un suicidio que empezó a fraguarse, en este universo del bocado en miniatura, cuando las eminencias de nuestra gastronomía dictaron con su trompetería mediática que con las tapas venceríamos por fin en los mercados de todo el orbe. La plaga se extendió de tal manera que muchos osados decidieron casi abandonar sus casas matrices para montar gastrobares y sitios ‘fashion’ de picoteo a precios ridículos, sin percatarse de que la luz, el agua, las nóminas, los alquileres y otras menudencias económicas valían lo mismo en un local de postín que en los sitios de moda mientras las cajas registradoras no podían cuadrar el balance con un mínimo beneficio. Conclusión: doble esfuerzo para nada, mientras la clientela y la sociedad asumían el chollo de la nueva oferta. ¿Quién va a pagar ahora más de 50 euros por comer? ¿Recuperarán algún día estos aventureros los restaurantes que les han dado la fama sin tener que servir cazuelitas para compartir?

Si al menos hubieran consolidado en el extranjero este arte tan nuestro de comer de pie, podríamos dar por bueno el esfuerzo y la catástrofe por un servicio patriótico, pero la cruda realidad dicta que si usted viaja por Praga, por Roma, por París, por Londres —por poner ejemplos relativamente cercanos de megaurbes turísticas— le será prácticamente imposible encontrar la marca de las tapas españolas y sus locales icono como seguro encontrará los modelos italianos, chinos, americanos, franceses o nórdicos. Y es que el gran problema está en la filosofía, no en el bocadito de marras mejor o peor oficiado y representado. Ir de tapas es, sobre todo, alternar, un verbo expresivo que significa precisamente encontrarse con gente distinta en lugares diversos para intercambiar copas y conversación en compañía de esos personajes insustituibles que son los camareros. Y hay un tiempo específico para esa actividad, desde la hora del aperitivo matinal hasta la previa de la cena. ¿Podemos exportar esta actitud? Me temo que no.