Texturas

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Huevos de choco. Canabota, Sevilla

El cocinero Andrés Medici trabaja según la filosofía japonesa en base a la cual lo primero en un plato es siempre la seguridad alimentaria, lo segundo es la textura y, aunque fundamental también, sólo después viene la preocupación por el sabor. Esto no quiere decir que el papel del sabor sea algo secundario en sus platos sino que la textura, el cómo se corta, cómo se dispone, la temperatura a la que se sirve y cómo lo manipula el comensal es al menos igual de importante porque puede cambiarlo todo.

En las últimas dos décadas, sin embargo, la tendencia en muchos casos ha sido la inversa por esta parte del mundo. Hubo un tiempo en que muchos menús se basaban en cocciones a baja temperatura, esferificaciones y geles, arenas y tierras, aires y bizcochos de micro. Perdimos el gusto por las texturas. Y no es que esas técnicas lo buscasen sino que su uso excesivo, su trivialización, nos llevó a un sitio hacia el que hacía un tiempo que caminaba también el mercado. Fueron tiempos de yogures de foie imitados hasta la saciedad, de reinvenciones de tartas en las que desaparecían los bizcochos, los hojaldres y las coberturas para dar paso a cremas, gelatinas y espumas; de tortillas en copa más o menos afortunadas, que de todo ha habido, y de coulants. Fundentes, sí. Y blandos, siempre blandos.

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Espardenyas con callos vegetales. La Fábula, Granada

Panes de molde sin corteza, tapas de carrillera que se pueden cortar con la cuchara, yogures con sabor a fresa pero sin la posibilidad de encontrarte la textura de la fruta por ninguna parte. Entre eso y la tendencia a añadir sabores dulces a todo lo imaginable comenzamos una galopada hacia la infantilización del paladar. De ahí el éxito de los platos de foie con compotas de frutas: aparte de una evidente pátina de lujo es blandito y viene servido con cosas dulzonas ¿Qué puede fallar?

Dando por sentado el primero de los tres pilares que comentaba más arriba –la seguridad- estábamos renunciando a la mitad de lo que define a un plato o a un producto. Estábamos, conscientemente, quedándonos a medias con la experiencia. Todo muy blando, muy tierno, sin apenas esfuerzo para masticar, de comer con cuchara, si queríamos. Pero estábamos perdiendo lo que un conocido mío definía como “el placer de la mordida”: un corte de carne, una textura; pescados suaves junto a otros más firmes y alguno más de carnes gelatinosas; verduras crocantes, panes con migas prietas frente a hogazas de migas alveoladas, casi gelatinosas. Diversidad. De sabores, pero también de texturas, de sensaciones táctiles.

De pequeño, en casa de mis padres, yo era de los que empezaba los moletes de pan por la suela. No sabía que tenían que ver con una cocción correcta, de esas que ya no abundan, pero yo quería comenzar por ahí, encontrarme esa resistencia de aroma tostado, ir mordiendo hasta una miga ligera y sólo al final encontrarme con una corteza leve y quebradiza. Era de los que, en navidad, en las reuniones familiares, disfrutaba del jamón que se iba cortando en casa de mi abuelo, pero esperaba con ansiedad el momento en el que empezaran a cortar lascas del codillo, más fibroso, más duro, pero igualmente interesante. Siempre me ha gustado tanto la parte central de una empanada, con su relleno jugoso y su masa tenue, como la rosca crujiente de su cierre exterior en la que se concentra el sabor del pan con un deje del aroma del relleno y una mordida que, si la empanada es buena, resulta siempre memorable. Y en el pulpo, si es posible, tres texturas: la piel gelatinosa, la capa exterior de la carne del tentáculo, razonablemente blanda, y el alma del bocado, con un punto de resistencia.

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Tortilla de sesos y kokotxas. La Tasquería, Madrid

Así que será esa pasión mía por encontrar texturas diferentes la que hizo que nunca entendiera que mucha gente valore más una carne guisada hasta el agotamiento, tierna, es cierto, pero reseca, astillosa ya, sin buena parte de sus jugos. Me gusta la carne melosa cuando tiene que ser melosa, pero hay otras que tienen que mantener una cierta resistencia que, en última instancia, es lo que da sentido al despiece del animal, a los diferentes cortes. Nunca he entendido la sobrevalorización del solomillo como norma general.

Soy de los que disfrutan hurgando en las cabezas de los pescados, rebuscando la firmeza de la carrillera para pasar luego a la gelatina pura que son esos pequeños bocados que quedan entre las espinas laterales de los pescados planos. Soy de los que no renuncian a ninguna de las tres texturas que se encuentran en una buena centolla, de los aprecian las diferentes texturas de una misma oreja de cerdo. Tal vez por eso creo que la vuelta al pan de verdad es una batalla ganada, que las hogazas tienen que tener corteza y suela bien presentes y bien diferenciadas, tienen que crujir y ofrecer resistencia. Por eso, seguramente, me fascinó hace poco un nigiri de arroz fermentado con hongo koji, casi algodonoso, que lejos de ser un bocado fácil planteaba preguntas al paladar. Y por eso me emociona la diferencia del grano entre un buen arroz caldoso, uno seco y un tercero al horno. Son las sutilezas que marcan la diferencia.

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Bogavante, pollo macerado y ajoblanco. Solla, Pontevedra

Afortunadamente volvemos, poco a poco, a los quesos en los que las cortezas son un atractivo más, empezamos a valorar de nuevo los crujientes más allá de las patatas chips. La uniformidad de las carnes a baja temperatura, interesante en casos concretos, ha ido dejando paso de nuevo a cocciones a la brasa, a exteriores tostados, con un punto crocante; a zonas intermedias tiernas y a corazones al punto, sangrantes en el caso de algunas piezas, con más fibra, con más diente. Manejar esa gradación es la auténtica cocina, huir de la uniformidad, del bocado fácil para paladares vagos es, sin duda, un signo de madurez gastronómica.

Volvemos a morder, a disfrutar no sólo con los sabores (y no sólo con los sabores fáciles, aunque eso queda para otro día), volvemos a usar el sentido del tacto como norma general al disfrutar de platos; caminamos –eso espero- hacia una recuperación del disfrute integral, con todos los sentidos, de la gastronomía.

Jorge Guitián