Trufa y turismo en Castellón

Trufa-Trufas en CastellónLos restaurantes de Els Ports y El Maestrat, comarcas septentrionales de la Comunidad Valenciana, se movilizan en torno a la trufa. De allí procede la mitad de la producción española de ‘tuber melanosporum’, que a su vez representa un tercio de la mundial.

Cuando uno se pone a recordar los precios irrisorios de los viejos tiempos es que se hace mayor. Por ejemplo, aquellos paquetes de tabaco negro, a 12 o 15 pesetas: unos 8 céntimos. Pero la crisis gastroeconómica lo trastoca todo y pensar en la cuenta del restaurante produce a veces la misma perplejidad, pero al revés: ¡Lo que hemos llegado a pagar! Sin correr tanto, hace 12 añitos, en el Girasol de Moraira, el menú de trufa valía, bebidas e impuestos aparte, 19 mil pesetas: 115 eurazos. Era algo fuera de lo común, pero tampoco tanto.

Ahora, en cambio, numerosos restaurantes de Els Ports y El Maestrat ofrecen menús a base de trufa que no cuestan más de 37 euros e incluso bastante menos. Las II Jornadas Gastronómicas de la Trufa, programadas para los fines de semana hasta el 24 de febrero en Albocàsser, Benassal, Catí, Culla y La Serratella, enarbolan un producto que abandera el turismo de interior en la provincia de Castellón, igual que las X Jornadas de la Trufa de Morella, hasta el 10 de marzo. En efecto, todo ha cambiado por lo que respecta a la trufa en aquellas comarcas, de donde procede la mitad de la producción española, que a su vez representa un tercio de la mundial. Hablamos de la mejor trufa negra: la “tuber melanosporum”. En Els Ports y El Maestrat es prácticamente desconocida la “tuber brumale”, que no es lo mismo. Tampoco se da la “tuber aestivum” o trufa de verano, variedad blanca de interés muy inferior. No hay que confundirla con la excelsa “tuber magnatum” o tartufo d’Alba, cuyos astronómicos precios tienen que ver con la imposibilidad de cultivarla y con su reducida localización en el Piamonte o en Istria. En todo caso, hace 40 años, en Els Ports y El Maestrat no explotaban esa enorme riqueza de su suelo y, hasta hace muchísimo menos, la práctica totalidad de la producción se iba a Francia. La trufa estuvo en nuestros bosques como están las algas en nuestras playas: sin una repercusión gastronómica que, en aquel caso, va desarrollándose.

MITOS Y LEYENDAS

La gracia de la trufa está en su aroma. Por eso, congelada o en conserva no es lo mismo. No tiene sentido someterla a largas cocciones y alcanza su esplendor rallada sobre unos spaghetti simplemente hervidos o laminada sobre una rebanada de pan con aceite. La gallina trufada y recetas similares entran en contradicción frontalmente con la idiosincrasia de la trufa.

Siempre y en todo lugar, sobre la trufa ha habido más literatura que rigor. Aunque ya se clasificó como hongo a comienzos del siglo XVIII, Ángel Muro insistía, casi doscientos años después, en considerarla algo animal, “pues la trufa proviene de la picadura de un insecto en la raíz de determinadas especies de roble”. Frente a semejante despiste, relacionado con la mosca “helomyza tuberivora” que la busca para desovar, en torno a la trufa hay un extenso repertorio de perlas literarias, como el título de “manzana de las hadas” que le asignó George Sand o la célebre cita de Brillat-Savarin: “No es afrodisíaca, pero hace más tiernas a las mujeres y más amables a los hombres.”

En el rico costumbrario generado por la recolección de la trufa, alimentado por una comercialización que tradicionalmente ha estado envuelta en la clandestinidad, sobresale el uso de cerdos amaestrados e incluso de jabalíes, que las detectan bajo la tierra con el olfato. Se trata de una práctica pintoresca y residual frente al uso de perros, ya que los cerdos —generalmente, hembras— buscan las trufas para comérselas y hay que estar muy pendiente para que eso no ocurra. En cambio, a los perros no les gustan y las localizan a cambio de cualquier recompensa: una golosina o, nada más y nada menos, el reconocimiento agradecido de su dueño.

LLUÍS RUIZ SOLER