Por Lluís Ruiz Soler
Revalorizar el vino como seña de identidad y acercarlo a los nuevos consumidores para reactivar el mercado interior no son objetivos que la Unión Europea quiera tener en cuenta. La nueva Política Agraria Comunitaria (PAC) concederá sus ayudas a la promoción del vino, exclusivamente, a proyectos dirigidos a la exportación. Ante la inexorable caída del consumo en la Europa vitivinícola, la demanda de países como China parece ser lo único interesante.
Desde junio pasado, pendiente de la aprobación definitiva a la vuelta de las vacaciones, la Unión Europea tiene lista una profunda reforma de la Política Agraria Comunitaria (PAC) en la que por vez primera se incluye el sector vitivinícola, regulado hasta ahora por normas específicas. Entre otras cosas, sus gestores se felicitan por haber detenido la liberalización del cultivo de la viña que la anterior reforma, de 2008, preveía poner en marcha el 1 de enero de 2016, aunque los derechos de plantación se regularán de una manera diferente a la actual. Y entre otras muchas novedades, las ayudas a los agricultores se repartirán de una forma distinta, de acuerdo con ecuaciones más complejas aún que las de siempre. Son cosas de altísimos funcionarios y de sus interlocutores en el sector, tan representativos como a uno le parezca.
Pero, entre la apabullante riada de información que nos llega al respecto, nos llama poderosamente la atención un hecho sobre el que se pasa de puntillas: en adelante y durante los años que esté en vigor la nueva PAC, las ayudas al sector se concederán única y exclusivamente a aquellas iniciativas que tengan como objetivo promover la exportación. Las estadísticas de los funcionarios y las preocupaciones de los lobbys que tratan con ellos no dejan de constatar que en España —como en Francia y otros países de profundo arraigo vitivinícola— el consumo de vino decrece de forma continuada desde hace muchos años, frente al de destilados o cerveza, y que si algo salva al sector de la ruina es la exportación. Resignados, vender vino fuera —ser tocados por la varita mágica de los que deciden quién vende en China y quién no— se ha convertido en una obsesión para el sector.
LA OBSESIÓN AMARILLA
Ellos no tienen la culpa: elaboran vino y viven de vendérselo a quien lo compre. Para el sector vitivinícola, no es tan terrible la perspectiva de acabar dedicándose, un día no lejano, a algo como lo que han venido haciendo los propios chinos, capaces de fabricar cosas de plástico que no entienden ni les interesan sólo porque en mercados remotos se pueden vender. Pero la Unión Europea y compañía sí deberían estar pensando en estrategias y políticas de promoción destinadas a detener e invertir el proceso de desarraigo del vino en nuestra cultura. La solidez del mercado interior es un valor más seguro que las modas imperantes entre los nuevos ricos del mundo y no estamos hablando únicamente de un producto exportable, sino también de una de nuestras señas de identidad. Quizá deberían comenzar por comparar datos: si el consumo de vino en España ha descendido un X por ciento ¿qué porcentaje de clientes habituales ha muerto de viejo en el mismo período? Si resulta ser igual a X, es que las inexorables bajas en lo alto de la pirámide de edad no se compensan con incorporaciones equivalentes por debajo.
Lo cierto es que el vino en España —o en Francia— se ha vinculado con arriesgada exclusividad a la parafernalia de su consumo en el restaurante y a los dogmas de los expertos, de manera que el neófito —el joven— ha desistido de aproximarse a un producto que le exige ser un entendido si no quiere que el sumiller o el amigo que ha hecho un cursillo le saquen los colores. Para beber cerveza o mojito no hay que saber de taninos y, en los locales que frecuenta, el vino, simplemente, no existe. No tienen ni copas adecuadas, pero hasta hace poco tampoco tenían las de balón —o los vasos sidreros— donde ahora sirven el gintónic. Alguien habrá hecho algo para que eso cambie y algo se podrá hacer también para introducir el vino en los hábitos de consumo —en los valores— de los jóvenes. Quizá, promover una nueva imagen invirtiendo en las campañas adecuadas como se invierte en exportación.
En muchos de los mercados anhelados, la mentalidad sobre el vino es muy distinta. Los protagonistas de cualquier serie americana abren una botella cuando vuelven a casa y cualquier parejita joven y glamurosa pide vino en un pub de Amsterdam o Londres a las 2 de la mañana, cosas completamente impensables entre nosotros. Tras la implantación de los destilados y los cócteles habituales en la discoteca hay potentes ofensivas de merchandising y fiestas llenas de encanto. La imagen del vermut ha pasado del bar casposo al yate de lujo gracias a las sofisticadas campañas de Martini. Si sólo se nos ocurre darnos codazos con Argentina o Sudáfrica para vender por el mundo, es que los árboles no nos dejan ver el bosque.