Zen en el arte de cocinar paella

 

paella-valencianaEstá callado. Al profano, su mirada le parece perdida, pero en realidad se fija en cada uno de los detalles. En el trozo de pollo que emerge del caldo, en el grano de arroz que se esconde entre la tavella y el garrofó, en el fuego que castiga con fuerza el caldero mientras el agua bulle enérgica. Toma conciencia de cada paso, de cada momento, de cada ingrediente. Ajeno al bullicio que le rodea, sólo le mantiene pegado a la realidad el frío del vaso de cerveza, que golpea su garganta cual keisaku [1] que estimula su conciencia y evita el letal adormecimiento. Es el maestro zen de la paella.

Paella con caracoles, pelotas y pimientoEl ritual ha empezado una hora antes. Ha llegado a la reunión dicharachero, cómplice con la juerga que alimenta el grupo de amigos que busca disfrutar la tarde del domingo en torno a la paella. Pero en el momento clave se ha transmutado. Tras encender fuego, ha comenzado a disponer sobre una mesa aledaña todos los ingredientes que va utilizar. Con elegante simplicidad descubrimos la carne -pollo y conejo-, la verdura –garrofó, tavella y ferradura-, la sal, el azafrán y el pimentón, sapidez indispensable. Y el arroz, sobre el que pasa los dedos con ternura, como el rastrillo sobre un jardín de grava. El maestro zen no es integrista. Sabe que algunos mudan el conejo por el pato, otros añaden un toque de tomate triturado, o tiras de pimientos rojos (fusión venida de América), hay quien hace más primario el guiso con un puñado de caracoles, o los que se dejan seducir por la temporada e incorporan alcachofas o habas, aun asumiendo la deriva negruzca a la que van a conducir al arroz. También hay lugares en que la carne se complementa con costillas de cerdo o pilotes. Pero él tiene su camino, su propia vía para alcanzar el satori [2] y permanece fiel.

Hace rato que se aisló del mundo y su mirada sólo se fija en el fuego, esperando el momento en que comenzar a freír la carne. Lo hará con dedicación, permitiendo que aceite caliente arranque el sabor necesario. Luego vendrá el turno de la verdura y, rehogada ésta, se atreverá a dorar un instante el pimentón, en ese punto ahumado exacto, que, de mediar unos segundos, se tornaría en un amargo incomestible. Es el momento de poner el agua, avivar el fuego y permitir que el caldo recomponga toda una amalgama de los sabores que en él bullen. Es también, la única oportunidad en que su mente puede permitirse una mínima relajación, que apenas hace olvidar que, en unos minutos, comenzará la fase clave, cocer el arroz.

En torno al maestro zen de la paella pululan siempre un grupúsculo de interesados. Alguno, se conforman a la que cae, intentando hurtar del sofrito algún suculento trozo de carne, o un hígado bien frito. Otros, los menos, contemplan con ojos asombrados el quehacer del maestro y anhelan descubrir cada uno de sus secretos. Pero no hay que llamarse a equívoco: siempre es el maestro el que elige al discípulo, nunca el discípulo quien lo elige. De entre todos, hará un gesto sutil a quien menos cree merecerlo y, con una cuchara en la mano, le invitará a probar el caldo, inquiriéndole con la mirada sobre si se encuentra en el punto correcto de sal.

Ejercicio inútil, salvo en lo iniciático, pues antes de que el sorprendido discípulo sea capaz de articular su opinión, el maestro ya estará vertiendo un puñado de sal, justo la que le otorgará la sapidez exacta. Y es que, como en el arte del tiro con arco, el iniciado es capaz de acertar en el blanco aún con los ojos cerrados, el maestro zen de la paella renuncia al sabor. En su mente madura, abierta ya a la iluminación, los sabores se combinan sin necesidad de probarlos. Sólo al final, ya en la mesa, el maestro profanará con su cuchara la capa de arroz y se atreverá a emitir un juicio.

Para ser un verdadero maestro zen de la paella no basta el dominio técnico. Se necesita superar ese aspecto, de forma que el dominio se convierta en un arte sin artificio, emanado de lo inconsciente. Los ingredientes, el caldero, el fuego y el propio maestro zen son elementos opuestos que se acaban transmutando en una única realidad. El discípulo aprende a cobrar conciencia de cada paso, de cada procedimiento para, sólo así, poderse desprender de su yo, en una síntesis entre la afirmación y la negación, que tiene como consecuencia la iluminación y, con ella, la paella perfecta. Será entonces maestro zen de la paella.

Pocas veces, apenas una o dos en su vida, el maestro se mostrará satisfecho con su labor. Mientras, ante la incredulidad de los que comen a boca llena la sabrosa paella, el maestro sorprenderá con un lacónico “demasiado bien ha salido para como la hemos hecho” o un, más terrible, “hoy mejor se la damos a los perros”. En unos minutos, el caldero quedará vacío, pero el maestro, seguirá anhelando ese día, en que con voz un tanto queda, y casi avergonzado, pueda llegar a decir: “hoy sí se puede comer la paella”. Habrá alcanzado la iluminación.

José R. Navarro Pareja

 

[1] El keisaku es un vara plana de madera utilizada por el maestro zen durante los momentos de meditación para evitar el adormecimiento de sus discípulos.

[2] Satori es el término japonés con el que se designa la iluminación en el zen.

Publicado originalmente en EnCrudo.