Moscatel entre ladrillos y hormigón

Moscatel entre ladrillos y hormigónPor Lluís Ruiz Soler

Los viñedos, la arquitectura rural o el vino que apadrinan en sus restaurantes los cocineros mediáticos también son un activo turístico, gastronómico y, en suma, cultural. Los bancales que, por la crisis económica, no tuvieron la “suerte” de convertirse en solares, donde levantar chalets para turistas ávidos de sol y playa, han acabado siendo una alternativa a la ruina del chalet y a la vacuidad del sol y la playa.

“La cocina de un país es su paisaje metido en la cazuela”. Recurrimos a Josep Pla cada vez que necesitamos una sentencia inapelable sobre la autenticidad gastronómica, sobre lo esencial de la alimentación en la configuración de cualquier grupo humano, sobre la trascendencia de la comida como uno de los pilares de su identidad. La lucha de cualquier “tribu” con el medio para obtener el sustento ha definido, generación tras generación, su estructura social, su arquitectura, su historia. Todo confluye en su gastronomía y se puede leer en su paisaje.

Un ejemplo. Entre las solanas donde dormitan los caracoles y las ombrías donde proliferan los níscalos, corretean liebres o conejos y el hombre ha ido nivelando sinuosas extensiones que fueron trigales, dejaron procrear a las perdices, dieron harina y pan —en el principio, ácimo— y a donde llega desde los montes el aroma de la pebrella: para comer, gazpachos. En otra “postal”, una muralla de ladrillo fortifica las playas a cuyas aguas se vieron abocados quienes no tenían tierra cultivable porque la montaña reseca llegaba hasta el mar. Extrajeron galeras y pulpos, sardinas y morralla, y cambiaron una parte por grano en los cercanos arrozales. Todo aquello ha degenerado en el arroz con bogavante de tantos comederos infames que acechan impunemente entre los rascacielos. Era fácil de augurar: pan para hoy y hambre para mañana. Lo malo es que el mañana ya ha llegado.

En La Marina Alta —y antes en casi toda, cuando sólo había una—, el paisaje gira en torno a la moscatel. Para convertirla en pasa y en mistela, se desarrolló la cestería y la marroquinería. La exportación a medio mundo de “valencian grapes” —así eran conocidas las pasas de La Marina en los mercados internacionales— anticipó la prosperidad de los ferrys y levantó suntuosas mansiones sobre los tossals, tanto como modestos riu-rau que precedieron a su versión unifamiliar con jardincito. Arquitectónicamente, la moscatel que abancaló las laderas desde Bernia hasta Ifac en paisajes exquisitos —pura delicatessen— sirve incluso como “postexto” para el penúltimo coloso de hormigón que la cultura carga sobre su conciencia. Los bancales que por la crisis no tuvieron la suerte de convertirse en solares para chalets ávidos de sol y playa han acabado siendo una alternativa a la ruina del chalet y a la vacuidad del sol y la playa. Los viñedos, los riu-rau y el vino de los restaurantes mediáticos también son un activo turístico. Y gastronómico. Cultural, en suma. La palabra lo abarca todo, hasta el ladrillo y el hormigón.

Otear cualquier horizonte es como leer el menú del día de quienes son parte activa de ese mundo y también el de los que se sienten bien no siendo nadie. La identidad, la gastronomía, el medio. O quizá sea, sin más, que el verano ha pasado su ecuador y una melancolía otoñal empieza a adueñarse del paisaje.

 

FOTO: BOCOPA