Un compañero de mesa se preguntaba por qué los platos de los restaurantes modernos tienen esos nombres tan largos y nos permitimos aventurar una hipótesis. Para no ceñirnos a las razones más obvias —la pedantería de los aprendices de Adrià junto a la impresionabilidad del gourmet esnob—, recurrimos a una explicación historicista y economicista que relaciona ese asunto con otro de mucho más calado: el proceso por el que cocineros y restauradores, desde los tiempos de la Nouvelle Cuisine, buscan la manera de reducir el papel de los camareros al mínimo imprescindible.
No es que los cocineros quieran acabar con los camareros haciendo que se asfixien al presentar un plato de nombre interminable. Es más maquiavélico. Si un chef le llama a un plato “lenguado meunier” hace que el camarero participe de la relación entre la cocina y el comensal explicándole al cliente las características de esa especialidad. Para ello, además, el camarero necesita una cierta formación gastronómica. En cambio, si el cocinero lo bautiza como “filetes de lenguado de la bahía con mantequilla fundida, aromas cítricos y patatas torneadas”, el cliente ya sabe todo lo que necesita saber sólo con leer la carta: el pescado es fresco y se presenta sin espinas, con una guarnición que la ortodoxia considera inamovible y una salsa perfectamente descrita. El cocinero satisface su perverso deseo de “puentear” al camarero y el empresario puede pagarle menos porque la cualificación profesional que se le exige tampoco da para más.
No es casualidad que la aparición de las denominaciones larguísimas coincida en el tiempo con otras innovaciones de la Nouvelle Cuisine, desde la idea de que el cocinero no tiene por qué atenerse a las recetas clásicas estrictamente codificadas —puede y debe crear las suyas propias—, hasta su creciente protagonismo en el restaurante y en los medios de comunicación, pasando por la práctica de montar todos los platos él mismo y prescindir de la destreza del camarero para trinchar una pieza de carne, desespinar un pescado o, simplemente, “pinzar” una tortilla francesa desde la fuente en la que ha salido de la cocina hasta el plato del comensal.
Tampoco es casualidad, ni mucho menos, que la irrupción de todo ello —la Nouvelle Cuisine incluida— haya coincidido históricamente con una de las crisis del capitalismo contemporáneo, a comienzos de los años setenta. Las batallas más cruentas en la guerra ancestral entre cocineros y camareros —el sindicato de la grasa y los transportistas de platos, como se llamaban despectivamente unos a otros— se han librado durante las crisis económicas: la penúltima, en los noventa. Restringir el papel de los camareros ha permitido también ahorrar en personal —son menos y menos cualificados— y ha facilitado el avance triunfal de los chefs a costa del servicio de sala.
El ideal de cualquier combatiente es el exterminio del enemigo. Atravesamos una grave crisis económica y, en la guerra entre cocineros y camareros, se libra probablemente la batalla definitiva. Desde finales de la década pasada, la presencia de los cocineros en la sala es cada vez mayor. Ya hacía tiempo que, eventualmente, tomaban comandas, orientaban a los clientes, les llevaban algún plato o les despedían cuando se iban. Pero, cada vez más, asumen esas tareas como algo propio y les encomiendan algunas de ellas a sus ayudantes más directos. Los restauradores hacen que los camareros se pongan una chaquetilla blanca porque al cliente le hace ilusión que le sirva el cocinero. Proliferan las mesas “cero” o vip, en las que el chef atiende personalmente a los comensales, y los ‘show cooking’ o las barras al estilo hispanojaponés, donde se cocina a la vista del cliente y en contacto directo con él.
Ciertamente, la clientela agradece la inmediatez de la cocina, especialmente si hay en ella un chef más o menos renombrado que es a quien ha ido a ver. Pero, además, se abaratan los costes —se reducen plantillas y salarios— mientras se avanza en el objetivo inmediato de reducir el servicio de sala a la mínima expresión, previa a su desaparición. No sabemos de ningún cocinero que lo haya proclamado a los cuatro vientos, pero alguno lo confiesa por lo bajini: lo ideal sería “superar” la división entre personal de cocina y de sala —también, ya puestos, de limpieza— con un equipo versátil y polivalente en el que todos hagan de todo. Es otra forma de expresar el deseo de los cocineros de ser dueños y señores del restaurante.
Desde otro mundo que conocemos, el del periodismo, podemos poner un ejemplo extrapolable. Cuando comenzamos en esto, había reporteros, redactores, correctores, linotipistas, maquetadores, fotógrafos… Ahora, el mismo periodista que acude a una rueda de prensa redacta la noticia en el ordenador sobre la propia maqueta, añade una foto que él mismo ha tomado con una cámara de bolsillo y lo manda directamente a la rotativa o al servidor del periódico digital. El restaurante medio avanza hacia una fórmula donde la plantilla está integrada por dos o tres personas que hacen las preparaciones previas de la ‘mise-en-place’, terminan los platos durante el servicio y los sirven ellos mismos, friegan cuando se van los clientes y vuelven a empezar. A fin de cuentas, es lo que han hecho los mesones familiares desde la noche de los tiempos. Quizá sea ese el sentido profundo del gastrobar, de la bistronomía, del inexorable punto de encuentro entre lo gastronómico y la casa de comidas de toda la vida que está acabando con la distinción entre la alta cocina y la popular.