La cocina portuguesa y su producto estrella son el paradigma de un bendito “atraso” que permite disfrutar de cosas relegadas al olvido demasiadas veces
Hace 4 o 5 años, profundizamos en la cocina portuguesa siguiendo a Joachim Koerper, que, tras el cierre del Girasol de Moraira, obtuvo para Eleven la primera estrella Michelin en la historia de Lisboa. El cocinero alemán, que alcanzó la universalidad desde la Costa Blanca, se mostraba fascinado por un país donde todo estaba por suceder, gastronómicamente hablando. El primer reto era —nada menos— el de construir una alta cocina propia a partir de una despensa que aún no había perdido la inocencia. Como en la España que él conoció a su llegada, la fortuna de disponer de productos auténticos y artesanos —pescados, quesos y todo lo imaginable— contrastaba con la dificultad de acceder a ellos, a falta de unos canales de distribución y comercialización adecuados, o con la de encontrar profesionales capacitados para ofrecer el nivel de un chef multiestrellado.
La crisis le ha puesto plomo en las alas a esa gastronomía emergente y la cocina portuguesa sigue siendo un enorme diamante en bruto. El bacalao es el paradigma de ese bendito “atraso” rico en cosas auténticas, como muchas que hemos dejado en el baúl de los recuerdos. El bacalao de los portugueses es como el que cada vez resulta menos frecuente en España. No se siente acomplejado por su condición de salazón, ni siquiera por el toque añejo que ésta le da a su textura y a su sabor. No necesita procesos milagrosos, como la congelación o el vacío, para conseguir un innecesario parecido con el pescado fresco. Ofrece una noble resistencia al diente y cede al tenedor para deshacerse en lascas, no en migas como de atún en conserva barato.
Durante diez días, el hotel Meliá se convirtió en embajada de esa cocina en Alicante con su Semana Gastronómica de Portugal. Entre las propuestas de su restaurante Terra, hubo un menú degustación preparado por Antonio Loureiro, chef del Meliá de Braga, arropado por sus anfitriones: el jefe de cocina, Jorge Fernández, y el maitre, Manuel Vera. Junto a la vocación internacional de un impecable foie con higos, jamón y queso, el menú tuvo un marcado acento portugués en el fondant de Alheira —a base de embutidos tradicionales—, en el solomillo de ibérico —un cerdo que no sabe de fronteras— con cigala y puré de zanahoria, en los postres —unos entrañables pasteles de Belem con helado de oporto, un glorioso “toucinho do céu” o unas cañas rellenas parientes de las gallegas— y, por supuesto, en el bacalao. Además del perfecto bacalao frito o la familiar tortita de los aperitivos, el lomo a la Narcisa confitado en aceite demostraba que, pese a todo, la cocina portuguesa actualiza su técnica y su estética.
Con estas jornadas, los portugueses devolvían una visita similar que llevó la cocina alicantina a Braga en septiembre pasado. Próximamente, los intercambios con otros hoteles de la cadena Meliá tendrán a Italia y Alemania como objetivo.
LLUÍS RUIZ SOLER