Por Lluís Ruiz Soler
Al principio, recibimos la proliferación de los blogs gastronómicos —cuya metamorfosis última es el twitt de quien ya no se molesta ni en “redactar” un post y se limita a colgar en Twitter un “chincha rabiña” del tipo “adivinad donde ceno esta noche”— como la materialización final del sueño democrático de la libertad de expresión. Pero, visto con realismo, también significaba que cualquier indocumentado podía lanzar todo tipo de disparates al ciberespacio. Como pasa en todos los ámbitos, un hincha es un árbitro en potencia y todo gourmet lleva dentro un crítico gastronómico. Los blogs le permiten liberarse de cualquier frustración.
En el fondo, la cuestión es que el crítico gastronómico al uso —el que creó Grimod de la Reynière— ha muerto. Fue el aristócrata que enseñó a comer a la burguesía emergente tras la Revolución Francesa y luego vino el burgués que enseñó a comer a los nuevos ricos con la Nouvelle Cuisine, que es lo que hicieron Gault y Millau en los setenta. Ahora, hay que enseñarle a comer a la depauperada clase media y alguien tiene que hacerlo. Pero ¿quién? ¿Los blogueros? Desde luego, no el crítico caricaturizado en Muslo o pechuga, en Pero quién mata a los grandes chefs o en Ratatouille: un tipo de color gris, barrigudo y con tirantes, endiosado, autosuficiente y con muy mala leche. Por suerte, está muerto y enterrado.
La pregunta inquietante es: ¿Quién va a reemplazarlo? Entre los primeros blogueros, menudeaba el gamberro ignorante que iba por la red en monopatín y escribía de gastronomía como si pintarrajeara en las paredes. Nos hacían gracia algunos de sus grafiti. No pudimos evitar una sonrisa con aquello de que “el vino ya es mayor de edad, porque ya los saltimbanquis viven de él”, hablando de una exposición de arte vanguardista a base de copas y botellas y nosequemás. Y nos partimos, Dios no lo tenga en cuenta, cuando un skater le llamó “Aló Adrià”, parafraseando al “Aló presidente” de Hugo Chávez, al programa “El Bulli, historia de un sueño”. Y no dejamos de identificarnos profundamente cuando otro propuso que se prohibiera por Real Decreto espolvorear perejil en el borde del plato o cuando dijo que estaba aburrido de decir fuá.
Pero todo eso ha durado lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks, entre otras cosas, porque los chefs han descubierto que neutralizar a los grafiteros es tan fácil como invitarlos a todos a un pase cero de su nueva carta: se hacen fotos, copian lo que se les dice y todos, tan contentos. Más allá de las escaramuzas entre blogueros y periodistas, hay una legión de entendidos muy mal definida disputándose el beneficio económico que todavía pueda reportarles el negocio gastronómico y hasta la ración de vanidad que aún pueda corresponderles: las migajas del festín.
Los restaurantes, los eventos de todo tipo que giran en torno a la gastronomía y la manera en que todo eso se comunica están en fase de profundas transformaciones: en un cambio de era. La alta cocina tiene que ser más comprensible y más democrática, pero no a costa de la credibilidad de quienes hablan de ella. Visto en positivo, inestabilidad también significa entropía. Las situaciones inestables son las que generan los grandes cambios y el que se avecina tiene que ir orientado hacia una popularización efectiva de la alta gastronomía, al margen de un reducto elitista en el que se seguirá hablando de los cuatro chefs que pueden seguir con sus experimentos dirigidos a una población muy limitada de cocineros y gourmets profesionales, para iniciados y para esnobs.
Por su parte, la crítica gastronómica tiene que reivindicar su credibilidad y su respetabilidad. El derecho a opinar y a expresarse libremente no puede traducirse en un “todo vale” en el que se confundan las loas indiscriminadas a los cocineros y a sus amigos —a cambio de una pizca de vanidad o, como mucho, de unos euros— con el rigor de un oficio, el de crítico gastronómico, que siempre se ha caracterizado por la inquebrantable imparcialidad del juez más respetado